El mapache tinaquero del causeway y el homo sapiens de hoy
El sábado pasado recorrí el causeway que une tierra firme a las islas de Naos, Perico y Flamenco, estratégicamente ubicadas en la entrada del océano Pacífico al Canal
Muchos desconocen que ese corredor (parte de la base militar norteamericana que lleva el nombre del primer presidente de la República) fue construido para albergar y movilizar armas y equipos del sistema defensivo del Canal y que permaneció por décadas totalmente prohibido a los panameños. Por lo tanto, transitar hoy por esa calzada es un privilegio por el que generaciones panameños lucharon y se sacrificaron.
Pero este sábado no había, como es habitual desde que se nacionalizó, personas haciendo ejercicios, en muchos tramos ni siquiera están las aceras diseñadas para ese fin. La más visible de las causas es el desarrollo de los trabajos de ampliación del corredor de dos a cuatro carriles y las cercas temporales de zinc que van casi de un extremo a otro, invadiendo ciclovías y aceras, evitando, incluso, la vista al mar.
Para colmo, en Flamenco se desarrollaba una especie de feria de venta de yates de lujo que ocupaba buena parte de los estacionamientos en el casi único espacio abierto.
Abrumado, mientras esperaba que mi hijo Rubén (de ocho años) terminara de lambiscar un helado, me encontré con que, justo frente a nosotros, se acercó un mapache, de los muchos que hay por los alrededores, a buscar alimento, a hurtadillas, en un tumulto de basura.
Tranquilo yo y tranquilo el mapache tinaquero, cada uno en lo suyo, él en su hambre y yo en la meditación intrascendental, permanecimos hasta que, descubierto por quienes pasaban, se fue formando un tumulto de personas de todos los colores y edades, todos sin excepción, empeñados en tomar fotografías con sus teléfonos al pobre pepenador cuadrúpedo.
Como era de esperar, el animal (me refiero al de cuatro patas) emprendió la fuga y no pocos paparazzis le siguieron, siempre armados de sus teléfonos móviles, de un lado a otro hasta que los perdí de vista.
Absorto quedé tratando de entender cómo estos animalitos han ido perdiendo la casi totalidad del espacio en estas islas que antes eran su natural dominio, ahora invadido de rocas inmensas, cemento, máquinas poderosas que hacen temblar sus madrigueras, y cómo, en su proceso de adaptación, terminaron en los promontorios de basura.
Nada nuevo. Osos, monos y animales de distintas especies hicieron y hacen lo mismo en distintas partes del planeta, siempre porque nosotros los humanos, los invadimos, alteramos el frágil equilibrio que sostiene sus existencias, modificando sus comportamientos o, en el peor de los casos haciéndolos desaparecer. Es lo que pasa con la mayoría de las especies a las que destruimos el hábitat que los sostiene y terminan como inadaptados en los basurales urbanos o en peligro de extinción o simplemente desaparecen.
Por eso, en ese momento me pareció ridícula la idea de que un mapache, sobreviviente de este proceso de destrucción masiva que en nombre de la “modernidad” y el “progreso” se viene dando, debiera regalarnos una imagen de sí mismo, una foto tomada con ese símbolo de la modernidad que es el teléfono celular.
No creo en una sociedad que valora más el lugar por el que pasan los carros que aquellos por los que se pueda caminar a nuestro libre albedrío. Vivimos en un país fascinado por sus rascacielos cuyas escuelas son ranchos o se están cayendo y no tienen educadores y educación de calidad. Gastamos miles de millones en hospitales y centros de salud que no funcionan y los que funcionan no prestan los servicios de calidad que se espera de ellos.
Creo que el progreso se debe medir por el bienestar que proporciona a una gran mayoría de ciudadanos y no por el que posee un cada vez menor grupo de personas, menos si su riqueza material se multiplica a expensas del medio ambiente.
Además, llegó la hora de romper el viejo paradigma supremacista de que los humanos, como especie superior del planeta, tenemos la misión de conquistar y dominar a la naturaleza. Somos parte de la naturaleza y si ella muere nosotros también. Ese homo sapiens guerrero y primitivo, que todavía libra guerras de dominación contra si mismo, a pesar las maravillas tecnológicas, de la telefonía móvil y las redes sociales, se encamina a la autodestrucción.
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