El legado de padre a hijos y el futuro del país
En medio de las numerosas noticias de los entresijos de la cleptocracia que nos desgobernó sin piedad el recién pasado quinquenio, ha surgido un tema algo inusual: la complicidad de padres e hijos en el difícil arte de saquear los dineros de los contribuyentes.
Esa complicidad cobra mayor dimensión si, como sostienen algunos, es el factor que detona inesperadas confesiones y deseos de cooperar con la misma justicia que, en su momento, intentaron burlar.
Es decir, mas allá de los detalles del cómo, cuándo, cuánto se robó, quedan elementos profundos de la naturaleza humana que merecen reflexión.
Primero, lo inevitable de esa máxima del poeta Pedro Rivera que dice que “toda conducta humana es docente” y por ello es extremadamente difícil no aprender de nuestros padres (o tutores o quienes cumplan ese rol). De ellos aprendemos, precisamente más en el período (de cero a siete) en el que, según los entendidos, se forma lo que el ser humano adulto será el resto de la vida.
Los padres, intencionalmente o no, modelan nuestros principios éticos en la fase inicial con mucho más fuerza que la escuela, que los buenos o malos curas o la buena o mala televisión.
Y no digo que los hijos de hampones reciben clases o entrenamiento para tales. De hecho, muchos intentan alejar a sus hijos de su “desempeño profesional” y no todo hijo de tigre sale rayado, algunos logran a base a esfuerzo hacerse un camino radicalmente distinto.
Mario Puzo en su afamada novela, El padrino, llevada a la pantalla magistralmente por Francis Ford Coppola, se plantea esta cuestión cuando, de todos los hijos de el capo Vito Corleone, el que más aprendió de su padre fue, precisamente, el menor y el que más distancia había puesto a los negocios de la familia (Michael).
Superada esta digresión literario-cinematográfica, volviendo al tema que nos ocupa, los padres no entendemos que, cuando nos robamos la luz roja del semáforo, usurpamos ilegalmente el derecho de pasar al que se le puso la luz verde del otro lado de la calle.
Es lo mismo que cuando compramos un certificado médico falso para evadir una responsabilidad o robamos la luz, el agua, el cable, en vez de pagar nuestras cuentas nos vamos al casino, o tiramos el refrigerador en el lote baldío o en la quebrada. Del otro lado, es lo mismo que el empresario que te vendió un apartamento que nunca fue o una casa que se rajó o nunca tuvo el parque, el comerciante que te vende un artículo defectuoso, el que no te paga las horas extras, el que se escuda en la letra chiquita del contrato, o gana licitaciones del Estado con sobreprecios a punta de coimas.
Todas estas conductas consagradas como parte de la “panameñidad” construyen oficiosamente una seudoética social a las que se suman la creencia de que el ocio es la mayor de la virtudes humanas, que ninguna “felicidad” es mejor que la que se compra con dinero, si es dinero rápido y fácil mejor, y que el consumismo es el paraíso que alguna vez nos prometieron todos los profetas de todas las confesiones religiosas.
Bajo esta visión hedonista y superficial se acabó el principio de que, para tener verdadero éxito en la vida hay que soñar y amar lo que sueñas, estudiar, sacrificarse, luchar, no importa la clase social de la que provengas.
Todos, pobres o ricos, tiene la culpa de la construcción de un imaginario que mas temprano que tarde se volverá contra todos. Muchos ricos que, al fin y al cabo, no son los que llenan los inframundos de nuestro sistema penitenciario, porque tienen los recursos para pagar abogados, fiscales o jueces piensan que se mantendrán a salvo, pero se equivocan, la violencia es hija de la sordidez de un mundo sin ética y la paz y convivencia social será lo primero que se pierda.