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La escuela, el ghetto y la pandilla

Protesta de institutores / TVN

Hace un poco más de un quinquenio, durante una entrevista a un profesor del centro de formación que el INADEH tenía en el barrio de El Chorrillo, se me explicó que allí los muchachos estaban divididos en dos turnos de acuerdo a las pandillas a las que pertenecían para evitar enfrentamientos.

En ese caso y en otros, muchos jóvenes no necesariamente son pandilleros, de hecho los del INADEH se estaban capacitando para una profesión, pero son protegidos por ese tipo de organizaciones. Es algo que hacen para sobrevivir, para sentirse seguros en sus barrios marcados por la violencia y las guerras por el control territorial para el menudeo de la droga.

Más adelante, mientras se desarrollaba la entrevista, llegó un vehículo de reparto a domicilio con numerosas comidas identificadas con el nombre de los destinatarios. Se trata de la comida –me explicó el profesor- que proporciona la pandilla a sus pupilos del centro.

En efecto, en nuestros barrios, la pandilla no sólo proporciona protección, actúa como un tutor o sustituto de la familia, vela por la alimentación, la vestimenta, les proporciona teléfonos celulares y zapatillas costosas (que hoy son símbolos supremos del prestigio personal) y, por supuesto, consejería.

En nuestros barrios, la pandilla no sólo proporciona protección, actúa como un tutor o sustituto de la familia, vela por la alimentación, la vestimenta, les proporciona teléfonos celulares y zapatillas costosas".

Estamos acostumbrados a definir los límites de las pandillas sólo por su participación directa en actividades abiertamente delincuenciales e ignoramos la forma cómo, de una forma u otra, se integran al tejido social de las comunidades que controlan, lo que les permite, no sólo conocer e interactuar en un entorno sino ganar, a la vez, distintos niveles de complicidad.

Los pandilleros no viven en hoteles, lo hacen en el ghetto, como les gusta llamar a sus barrios. No todo aquel que se niega a delatar a un pandillero lo hace por miedo, algunos lo hacen por agradecimiento, otros porque han llegado al convencimiento que el que persigue al pandillero también lo persigue a él.

Los pandilleros saben aprovecharse de esos sentimientos y, guardadas proporciones, el mejor ejemplo de este fenómeno se ve en la conducta de las decenas de miles de colombianos que lloraron la muerte de Pablo Escobar Gaviria o la de aquellos que, años después de su muerte y a pesar de conocer sus crímenes, siguen tratándolo como un ser mítico y reverencial.

Cuando un policía detiene a un muchacho sólo por su apariencia o por el lugar en el que vive, sin ninguna prueba de que ha cometido un delito, sin darle espacio a su resocialización, cada vez que lo humilla, lo está empujando hacia un nexo de identidad con la subcultura de la marginalidad, lo hace sentir que está del otro lado, fuera de los márgenes de la civilidad y la ley. Ese mismo policía no dispensa el mismo trato a los yeyesitos de Costa del Este o Paitilla.

Los símbolos de esa identidad del marginal, los tatuajes, vestimenta, ciertas expresiones musicales, lenguajes y formas de comunicación no verbales, a menudo trascienden sus territorios y son incorporados –con frecuencia con la ayuda de los medios masivos de comunicación- a la mal llamada cultura popular.

La marginación es un fenómeno económico, pero también lo es bio-psico-socio-cultural. Y es un problema grave, de allí la respuesta y el origen de la trillada consigna que nunca falta en los planes y promesas de campaña de todos los políticos, “necesitamos una sociedad incluyente” que incorpore de forma activa a los sectores marginados y más vulnerables de la sociedad.

Por todas estas razones no deberíamos sorprendernos demasiado cuando vemos estudiantes de un colegio actuando como pandilleros. Las escuelas son reflejo de las comunidades a las que pertenecen. En ellas, una mayoría ve en el estudio el camino de su superación y una minoría sigue un camino rápido, aunque peligroso, para alcanzar el “éxito” que puede comprar el dinero. Si nos descuidamos, esa minoría termina tomando de rehén a todos los demás -a estudiantes, profesores, administrativos- y la escuela queda incorporada al territorio o al ghetto de la pandilla.

El mundo está cambiando vertiginosamente y la forma como nos relacionamos y lo que llamamos familia también. Por ello, tampoco deberíamos pegar el grito al cielo preguntándonos “dónde están sus padres” cuando, en la mayoría de los casos, simplemente no existen".

La crisis por la que atraviesa la educación no ayuda a enfrentar el incremento de este problema, al contrario, los liderazgos auténticos han sido aplastados en las últimas décadas y los ámbitos naturales para canalizar y expresar con libertad el espíritu contestatario y rebelde de los jóvenes se han ido cerrando, lo que deja un vacío que muchas veces llenan los pandilleros.

La crisis por la que atraviesa la familia es el caldo de cultivo del pandillerismo. El mundo está cambiando vertiginosamente y la forma como nos relacionamos y lo que llamamos familia también. Por ello, tampoco deberíamos pegar el grito al cielo preguntándonos “dónde están sus padres” cuando, en la mayoría de los casos, simplemente no existen.

El pandillero hace de la pandilla su familia y viceversa, la pandilla lo adopta como a un hijo. Es el fruto primario de la familia desintegrada y disfuncional (dependencia de drogas, violencia intrafamiliar, promiscuidad etc.) y la pérdida total de los valores éticos y de los elementos de cohesión en los que descansaba la familia tradicional, hoy en proceso de extinción.

Que no se diga que estos argumentos pretenden justificar al pandillero, ni mucho menos afirmar que sus actos no merecen sanciones. Considero que una comprensión mayor de las causas puede ayudarnos a construir soluciones más integrales desde una perspectiva multidisciplinaria.

Finalmente, no olvidemos que las pandillas son la carne de cañón de los grandes narcotraficantes y de discretos delincuentes de cuello blanco que las utilizan para movilizar la droga (trabajo que se paga con droga) o para “tumbársela” a los carteles rivales o competidores. Se trata de un negocio que genera miles de millones de dólares que terminan “limpiándose o lavándose” en los centros financieros de nuestras capitales.

Mientras este comercio de la droga exista, existirá el dinero y la necesidad de organizar a esos pequeños ejércitos territoriales que llamamos pandillas, razón por la cual, una solución transnacional que trascienda a la acción de nuestros Estados de frágil institucionalidad, resulta indispensable.

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