El don de los abrazos
“Si queremos cambiar las cosas tendrá que ser mediante la cooperación, la solidaridad, la comunidad y el compromiso colectivo.” Noam Chomsky
Ciudad de Panamá/El 2020 será recordado como uno de los peores años de nuestra historia, no solo por la enorme devastación provocada por la pandemia, sino también por los llamados “daños colaterales”, que se agravaron o salieron a flote con la crisis; y los cambios que produjeron nuestras vidas, algunos mucho más profundos de los que la mayoría sospechamos.
Esta ha sido la más global de las pandemias. No diré que la peor o más destructiva, porque la del COVID-19 vino a “compartir méritos” con la pandemia del hambre y la pobreza, que ha matado y mata a muchas más personas en el mundo. Y seguirá haciéndolo, aunque sea costumbre cuantificar la devastación solo por su impacto en la economía. Según Oxfan, este año se registra un incremento de 500 millones de pobres; la FAO informa que 821 millones padecen de insuficiencia alimentaria crónica; tenemos 200 millones más de desempleados, de acuerdo con la OIT; un retroceso de 15 años en materia de lucha contra la pobreza en América Latina según la CEPAL.
Daño colateral: la amenaza a las relaciones sociales presenciales
Un rasgo distintivo de la globalización, la reducción de las fronteras territoriales y el incremento de la circulación de millones de personas entre países ha sido un aliado de la propagación del virus para que, prácticamente, no quedaran en el planeta territorios totalmente libres del covid19. A pesar de su origen zoonótico, el vector del virus no es una gallina de corral, un mosquito o la carne de cerdo; el vector somos nosotros, los humanos, y son su caldo de cultivo las relaciones sociales. Por ello, hasta el momento, interrumpir el contacto -la relaciones sociales presenciales- se ha convertido en la principal arma de lucha contra la pandemia.
Somos animales sociales, por lo que es probable que el daño colateral mayor ha sido el cómo hemos sido forzados a cambiar la forma de relacionarnos en todos los ámbitos de la vida. Cambiar a un modo al que ya veníamos migrando antes de la pandemia, especialmente los más jóvenes, más inmersos en el arrollador torbellino de nuevas formas de comunicación interpersonales, de dispositivos tecnológicos y aplicaciones con los cuales no solo establecemos adictivas dependencias, sino también, nuevos hábitos sustitutivos de las relaciones presenciales.
Por más que el individualismo sea la “ideología” dominante hoy, el desarrollo humano es fruto del trabajo y formas de organización colectivas; y la sobrevivencia de la especie dependerá de una visión compartida, nunca individual.
Hemos sido inducidos de forma sistémica a individualizar el progreso, a convertir en semidioses a los que triunfan y, en verdad, se trata una fuerza impulsora y un valor humano esencial, pero el espíritu individual y el colectivo son, en realidad, fuerzas complementarias, no excluyentes. Cada hito alcanzado descansa sobre triunfos, y también derrotas, anteriores. En un sentido más amplio, estamos acostumbrados a ignorar que, cualquiera de nosotros no estaríamos aquí sin el trabajo de quienes recogen la basura en el portal de nuestras casas; los vegetales de mi ensalada no estarían sin las manos campesinas que los cultivaron. ¿Cómo serían nuestras vidas sin los maestros de nuestros hijos, sin el pediatra, el fontanero, sin la limpieza del aire que respiramos, del agua que tomamos y que dependen de que otros no contaminen? No hubiéramos alcanzado la vacuna para detener al COVID-19 en un tiempo excepcionalmente corto si países y científicos no hubieran compartido conocimientos. ¿Cómo seríamos sin los libros que leímos, las películas que vimos, sin sueños compartidos?
La mayor amenaza a nuestra existencia, la del planeta, proviene de nosotros mismos y hemos llegado al punto en el que, para perdurar, no podemos obviar el sentido de pertenencia al proyecto humano y a la necesidad de edificar juntos una ética humana correspondiente, lo que implica sustituir el autodestructivo modelo de crecimiento y acumulación de la riqueza por uno redistributivo que tenga por objetivo el desarrollo humano sostenible, indispensable para la construcción de una globalización humanista, con equidad y justicia social.
La paradoja es que vivimos cegados por un espejismo de progreso basado en el concepto de que vales por lo que tienes, no por lo que eres; vale más el presente que el futuro, los que vienen después, “que se las arreglen o perezcan”.
Nunca antes estuvimos más comunicados, más accesibles. Poder hablar de forma instantánea con otra u otras personas supone un gran beneficio y los es, igual que la educación virtual, el teletrabajo, etc., pero ¿hasta qué punto reemplazarán lo presencial? ¿Qué quedará de esa forma, acaso arcaica, de relacionarnos? ¿Cómo será la vida sin el roce, la mirada, el intercambio bioquímico o energético de personas que conviven? ¿Está en peligro el amor presencial?
Daño colateral: el abismo de la desigualdad
Somos el sexto país más desigual del planeta. Hemos tenido crecimiento económico, no desarrollo; por el contrario, la brecha se está agrandando. No lograremos cambiar o alcanzar objetivos distintos haciendo lo mismo. El modelo está agotado.
Nuestras autoridades, a los viejos problemas de debilidad institucional, clientelismo y corrupción, le han agregado un grado de improvisación e ineficiencia tan peligroso como el mismo virus.
Lo primero: que nuestra educación tiene que dejar de ser una fábrica de pobres.
Hagamos el ejercicio de descartar un año (no sabemos si será uno o más) de convivencia y aprendizaje social en el proceso formativo de un niño, tomando en consideración que durante los primeros años se construye la identidad de lo que seremos el resto de la vida. ¿Cómo impacta en la vida de un niño este encierro prolongado, la ausencia de roce social, de espacios colectivos, sin amigos, sin calle o parque, sin otros juegos que los adictivos de la computadora, sin participación presencial en clases, trabajo en equipo, sin recreos, sin deportes…?
Además, a la mayoría de los niños pobres de nuestro país la pandemia les quitó su principal y a menudo único plato de comida diario: el que recibían en la escuela. Ellos, que ya recibían una educación de mala calidad antes de la pandemia, que no son lo que llaman “nativos digitales”, también están desposeídos de conectividad para acceder a clases y maestros. Para no terminar abandonando el sistema, han tenido que adaptarse de forma apresurada (también muchos de sus maestros) a formas de educación no presenciales, destinando ingresos que no poseen, para la compra de data indispensable para comunicarse.
La mayoría de los estudiantes de las comarcas no tienen acceso a internet; la mitad no tiene acceso a un celular; 7 de cada 10 estudiantes de escuelas públicas del país no tienen un computador en casa y solo 4 de cada 10 posee acceso a internet (CIEDU). Las estrategias propuestas por el gobierno para proveerles conectividad no solo han sido mezquinas, sino que suponen una inexplicable condescencia con las empresas concesionarias, que en general brindan un servicio deficiente y de débil cobertura en zonas pobres del país, y cuyos ingresos por aumento del consumo de data han debido incrementarse con la crisis. Toca al Estado, mas que ser un “regulador” para asegurar ganancias de las empresas, garantizar que la carencia de conectividad no se convierta en otro importante factor de incremento de la ya enorme inequidad que padecemos.
Daño colateral: la precarización del trabajo y de la vida
A la grave situación en la que ya vivían antes de la pandemia, los sectores mas pobres han tenido que cargar el impacto de la enorme pérdida de empleos: los que tenían trabajos formales que perdieron, y los que ya vivían de la informalidad, deben luchar ahora con el aumento de la competencia y la significativa pérdida de ingresos de su mercado natural de consumidores. La mayoría de los que pierden su empleo se ponen a revender algo. ¿Se multiplican proporcionalmente al número de vendedores en aceras, semáforos y carretillas, el de sus compradores?
El acceso a empleos estables, con derecho a seguridad social, jubilación, descanso remunerado, etc., ha desaparecido para cientos de miles de trabajadores del país (pasamos de 7% a 19% de desempleo) y muchos de los que conservan su trabajo lo hacen a cambio de la reducción de horarios y salarios.
Un año de contratos suspendidos representa un año de retraso en edad de jubilación; para aquellos a los que se le redujo el horario/salario, significa un año con un ingreso inferior a la hora de promediar el monto de su pensión de retiro. Para muchos que no recuperaron o no van a recuperar su empleo, esta crisis puede significar no alcanzar su jubilación.
Adicionalmente, a la economía familiar se agregaron gastos no previstos. El costo de la vida se ha incrementado de muchas maneras. Personas que antes se atendían en centros públicos de salud, por la justificada presunción de que en ellos no serán atendidos oportuna o apropiadamente o por el temor a contagiarse, hoy van a clínicas privadas. Otros tienen que costearse sus medicamentos o enfrentar el calvario de obtenerlos, cuando los hay, en las largas filas, ahora en el exterior de las instalaciones de la CSS. Las ya débiles estrategias de prevención de padecimientos crónicos están desapareciendo aplastadas por la pandemia. Muchos que han postergado sus citas médicas o la atención de enfermedades crónicas, terminarán en un quirófano, en una máquina de diálisis, o muertos sin que su nombre se registre en la lista de víctimas de la pandemia. Y, por patético que parezca, en términos crematísticos, lo que cuesta la muerte de un familiar en medio de este desastre queda evidenciado en nuestras morgues atestadas de cadáveres sin reclamar y en los llamados entierros de solemnidad, organizados para disponer de la creciente demanda de espacio.
También se paga más por el transporte público debido a la especulación que aplican “los piratas”, ahora justificada por la disminución del aforo por viaje. Las mafias que los controlan, protegidas por el Estado, siguen cobrando igual a los “palancas” que a su vez corren traslado a sus usuarios.
La complicada circulación y la reducción de horarios encarece la cadena de suministros. Para el que trae un contenedor de tierras altas quizás no sea problema, pero para el revendedor de verduras que va al Merca, hacer el viaje es mucho más costoso.
Según la jerga de moda toca “reinventarse”. El aumento de la informalidad pasó del 44.9% a 52.8%. Todo el que perdió un empleo debe convertirse en un “emprendedor”, un nuevo empresario en la informalidad. Algunos lo conseguirán, pero muy pocos, porque a la falta de los llamados “nichos de mercado” se suma que el nuestro no consigue ser un país de oportunidades.
La verdad no contada es que la pérdida de empleos formales abarata el costo del trabajo. La competencia por obtener una plaza implica muchas personas ofreciendo más trabajo por menos salario y serán las leyes del mercado las que fijen el precio del trabajo. Por eso será inevitable que muchos empresarios opten por asumir el costo del despido para contratar mano de obra más barata.
También muchos pequeños empresarios que fueron a la quiebra como consecuencia de la crisis perdieron sus trabajos al perder sus empresas y les tomará mucho tiempo y sacrificios sanear sus deudas para volver a empezar.
Daño colateral: El aumento del “que hay pa’mi”
También nos está afectando la pérdida del espíritu de superación, que otrora se aprendía en la familia y en la escuela; el valor de la educación como herramienta de movilidad social y la importancia del esfuerzo y el trabajo. Son elementos de una ética social en peligro de extinción. Corremos el riesgo de que cada día sean más los que prefieran dejar de luchar o trabajar por una vida digna. Los cautiva el paradigma del dinero rápido y fácil. Se pasa en un instante de pobre a rico con un “tumbe” o una coima. La corrupción se vuelve pandemia. El “qué hay pa’mi” es frase de uso frecuente en la boca de diputados o desocupados; para unos es más cómodo y para otros, más económico. Siempre ha sido más barato ganar votos a cambio de jamones o bonos que obtenerlos ejerciendo un auténtico y necesario liderazgo en las comunidades.
Del lado más benévolo, los gobiernos siguen apostando a los subsidios como estrategia social, porque es la forma más barata y ligera de “atender” la pobreza, aunque, a mediano y largo plazo, antes que solucionar el problema, lo agrave.
Son problemas de vieja data de una nación que navega sin rumbo, sin proyecto nacional; un sistema que prefiere perpetuar la ignorancia y la pedigüeñería como herramientas de dominación; una educación postergada de su misión fundamental y, ahora, una crisis que ha arrojado a cientos de miles más a vivir de la mano de los subsidios en medio de una gran inestabilidad e incertidumbre social y económica. Es un cuadro dantesco, la antesala perfecta de una explosión social.
Recuperar los abrazos
En medio de este panorama debemos preguntarnos si la irrupción de este virus contagioso, además de aniquilar vidas, amenaza también con destruir formas de convivencia social esenciales. ¿Qué efectos en nuestra conducta está teniendo el peligro o la proximidad de la muerte? ¿Estaremos perdiendo la sensibilidad ante el dolor ajeno? ¿Ha dejado de importarnos el futuro?
Antonio Gramsci decía que en momentos como los actuales debemos tener presentes el “pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”.
Empecemos por recuperar el sentido de humanidad que nos trajo hasta aquí. La búsqueda de la felicidad no puede descansar en el egoísmo. De esta no saldremos atrincherados en nuestras individualidades. Juntemos voluntades para luchar por ese otro mundo posible. Volvamos a los abrazos.