Un cayuco en la ampliación del Canal
El Canal es un negocio
En la ACP se discute cuál debe ser la embarcación que tenga el honor de ser la primera en cruzar el Canal ampliado. Se considera escoger a la empresa que más paga, al mejor cliente (país o empresa, en estos tiempos es casi lo mismo).
A la pregunta del por qué un criterio estrictamente crematístico para un acto que para el país debería tener tanta fuerza simbólica, un vocero de la ACP me responde: “nuestro negocio es pasar barcos”.
Aunque me parece muy comprensible la respuesta, creo que persiste la separación entre el Canal y la Nación. No hemos hecho lo suficiente y estamos cometiendo un grave error de identidad, existe un desdén imperdonable que afecta a lo que debería ser la construcción de nuestro imaginario colectivo.
La lógica del Canal como negocio puede terminar dándole la razón a algunos truhanes. Por ejemplo, puede coincidir con el argumento de un práctico del canal que, en reclamo de astronómicos incrementos salariales, sostuvo: “¿cuál es el problema, sin nosotros no hay negocio para el Canal?” y agregó, “no sé por qué tenemos que dar tanta plata al gobierno”. Por ello quizás, algunos de estos prácticos llegaron a proponer constituirse en una empresa a la que se le da una concesión (como las que manejan los puertos, el ferrocarril, etc.) “y nos encargamos del negocio de pasar barcos, le pasamos un porcentaje de los beneficios” al Tesoro Nacional y problema resuelto.
Quizás convenga al país volver a debatir ¿por qué el Canal es de Panamá? Por qué es una empresa pública de rango constitucional y por qué debemos conservarla como tal, especialmente en momentos en que vamos a inaugurar “un nuevo canal” hecho, esta vez, totalmente por panameños, una proeza humana que, en mi opinión, debería alimentar la hoy anémica y maltrecha autoestima nacional.
Cuando a principios del siglo pasado, muchos de nuestros “padres de la patria”, viendo quebrados sus negocios y la economía devastada por los estragos de la Guerra de los Mil Días, fracasada la tentativa de negociación entre Colombia y Estados Unidos para la construcción del Canal, decidieron dar plenos poderes al aventurero francés Buneau-Varilla para negociar en nombre de la nueva república, seguramente estaban viendo el Canal como un gran negocio que se les escapaba de las manos.
Pero el gran negocio no salió tan bien como algunos habían imaginado. Sí, hubo canal y crecimiento económico, pero los norteamericanos montaron aquí un protectorado y se apropiaron de la actividad portuaria (Cristóbal y Balboa), ya controlaban el ferrocarril, mas tarde se hicieron cargo de nuestro espacio aéreo y aeropuertos y acapararon las mejores tierras y aguas de la zona de tránsito a los dos lados del Canal.
Todos era estatal, también las viviendas y los servicios públicos (energía eléctrica, agua potable, telecomunicaciones, etc.), hasta el punto de que algún historiador de la época llegó a afirmar que la Zona del Canal estaba organizada como un “estado comunista”.
Además, crearon una economía de enclave, basada en importaciones directas o en sus propias industrias y comercios de autoabastecimiento (que no pagaban impuestos al país), gracias a ello, en un mercado de consumo con un alto poder adquisitivo, los panameños no podían vender ni una paleta. La Zona, por el contrario, fue fuente permanente de contrabando porque las mercaderías “made in USA” y libres de impuestos se escapaban de los comisariatos y se vendían clandestinamente en nuestras calles convertidas en una competencia desleal para los comerciantes panameños.
Cuando los tambores de la Segunda Guerra Mundial sonaban en todo el planeta, buena parte de la industria norteamericana se reconvirtió a la producción bélica y se implantó en nuestros países el llamado modelo de sustitución de importaciones, lo que alentó en Panamá un boom industrial que incrementó el interés de los panameños de tener acceso al mercado de consumo de la numerosa población del Canal.
Recordemos que, además, durante ese período 137 sitios militares de Estados Unidos se establecieron fuera de la Zona del Canal en todo el territorio nacional y decenas de miles de soldados se acantonaron o hicieron tránsito por el país y el consumo de toda está gente se satisfacía desde la Zona del Canal. Los empresarios locales que más ganancias obtuvieron de la desbordante presencia yankee en las calles y poblados del país fueron los dueños de prostíbulos y cantinas.
La oligarquía que gobernó el país, sumisa e incompetente, sin una visión de largo plazo, siempre inmersa en pugnas internas, muy pocas veces fue coherente con el reclamo nacional revisionista de los tratados del Canal y muchos se acostumbraron a vivir de las migajas que se caían de la mesa del transitismo.
Fue José Antonio Remón Cantera (militar y presidente) el que consiguió que, finalmente, Estados Unidos aceptara enmiendas a los Tratados del Canal (Tratado Remón-Eisenhower de 1955) destinadas principalmente a incrementar el acceso de productos nacionales al mercado de consumo zoneita.
Por cierto Estados Unidos no administró el Canal como un negocio. Su estructura de peajes y manejo comercial fue un mecanismo destinado a subsidiar el desarrollo de la economía norteamericana y el criterio de la Compañía del Canal siempre fue emparejar los costos de mantenimiento y operación con los ingresos que generaba. De allí que el “comunismo zoneita” tenía los fondos suficiente para garantizar a los residentes del enclave y a los trabajadores norteamericanos un estándar de vida muy superior al que tendrían si hubieran vivido en cualquier otra parte la unión americana.
Los zonians no pagaban vivienda, energía eléctrica, ni agua, ni seguridad, educación, transporte, tenían derecho a boletos aéreos gratuitos para sus vacaciones, etc. y recibían un plus en su escala salarial que llamaron “rata tropical”, que les garantiza salarios superiores a los que, por el mismo oficio, se pagaba en los Estados Unidos.
Este era el paraíso tropical. Además poseían una fuerza laboral segregada y discriminada racialmente y los norteamericanos se aseguraron de acaparar y hasta heredar los cargos de mayor remuneración en la operación del Canal. Se adoptaron las leyes del Estado de Luisiana que eran aplicadas a los nacionales en un idioma que no comprendían, por jueces de otro país a los que no les interesaba ser comprendidos.
Por ejemplo, no fue hasta ocurrida la gesta del 9 de enero de 1964 que se decidió contratar a algunos policías panameños o “hispanos”, capaces de entender el idioma de los nativos y no fue hasta el 11 de mayo de 1975 que un capitán panameño (Jeremías de León) logró convertirse en práctico o piloto del Canal.
Sin pretender restar méritos a quién los tenga, a la demanda por la recuperación del Canal llegaron muchas personas y por distintos caminos, incluidos aquellos cuyo interés siempre fue economicista, pero la lucha por la soberanía del Estado panameño sobre la totalidad del territorio durante todo el siglo pasado fue, en su esencia, de carácter popular. Desde muy temprano, fueron líderes estudiantiles, organizaciones sindicales, gremios de maestros, organizaciones campesinas e representantes de la intelectualidad y clase media panameña los que encabezaron los reclamos soberanos de la nación panameña.
El Canal, más que un símbolo
Así como hubo panameños entregados a la presencia colonial de Estados Unidos, hubo quienes como Buenaventura Correoso, Domingo H. Turner, Diógenes de la Rosa, Jorge Illueca, Víctor Ávila, Rómulo Escobar Bethancourt, Carlos Iván Zúñiga, Ricaurte Soler, Francisco F. Chiari, Juan Antonio Tack y Omar Torrijos, reconocieron que el proceso de formación del Estado Nacional y de la propia nacionalidad panameña no podría culminar sin eliminar primero la presencia colonial norteamericana de nuestro suelo.
Una visión introvertida, segregada y reducida a la función comercial del Canal es lo que ha prevalecido en el país en las últimas décadas. Eso explica en parte la poca articulación del llamado conglomerado logístico de la zona de tránsito y la decisión reciente de crear una secretaría (otra más adscrita a la presidencia de la república), como si el Canal, el ferrocarril, el centro financiero y comercial, las zonas especiales (de Colón y Howard), el sector marítimo y portuario, el país turístico, el llamado hub de las Américas, no tuvieran que formar parte de una misma estrategia nacional de desarrollo presidida por el Estado y acompañada de políticas públicas.
No se trata solo del desconocimiento de la necesidad de empoderamiento ciudadano del Canal per se, sino también de la construcción de una convicción compartida de que ese recurso debe servir al desarrollo y al mejoramiento de la calidad de vida de todos. Se ha trabajado en ello, pero con poco éxito.
Panamá es un país que vive de espaldas a sus referentes y a su historia. Es un lugar con altos edificios, un conglomerado humano que crece sin proyecto, planificación, sin definir su destino. Una sociedad de papelillo, con una democracia de sainete, “el país del Canal”, como rezan algunas agencias de noticias.
Cuando los Estados Unidos inauguró el Canal, por razones de dominación estratégico-militares, en la víspera de la Primera Guerra Mundial, a nadie se le habría ocurrido que un barco no norteamericano fuera el primero en hacer el cruce de un océano al otro. Ellos sí desarrollaron a lo largo de casi un siglo un sentido de pertenencia sobre el Canal y la Zona, y muchos, todavía hoy, piensan que fueron injustamente despojados de algo de su propiedad.
Como es verdad que los panameños no poseemos flota mercante (sólo “abanderamos”), ni embarcaciones “neopanamax”, líneas de cruceros, ni nada que se le parezca, propongo que sea un cayuco movido a punta de canalete, el primero en cruzar el canal ampliado. Pongamos en la proa de esa rudimentaria embarcación de nuestros pueblos originarios una bandera panameña y que remen, no se por cuantas horas, los hijos de los trabajadores del Canal, los del viejo y los del nuevo, junto a los de los descendientes que lucharon por su recuperación. Después que crucen los que quieran.