El óleo impregnó todo el templo y una monja lloró
Crónica de la consagración del altar de la Catedral Basílica Santa María La Antigua.
Se quitó la casulla, recogió sus mangas y colocó la mitra en su cabeza. Con sus manos desnudas esparció por todo el altar el aceite automatizado, que los católicos llaman óleo santo. El papa se veía como un obrero, volvió a sus orígenes fotográficos de cura en Buenos Aires, pero también se veía celestial.
Era como el pasaje de la Biblia, que narra la preparación del sacrificio de Abraham a su Dios. Estaba dando inicio al momento más histórico de toda ceremonia: Francisco consagraba el altar.
Dedicó el tiempo necesario, para que cada esquina de la mesa del sacrificio estuviera ungida. De pronto, mientras movía sus manos, en un acto que muy pocas veces ocurre en el planeta, el interior del templo quedó impregnado de un aroma parecido al de las rosas y el olivo.
Todos miraban con atención aquel momento. En el interior había 200 sacerdotes y religiosas que minutos antes habían cantado, de rodillas, las Letanías de todos los santos, rezo del rito católico que sólo se entona en los momentos más especiales para esta religión.
Luego, el papa le cedió al arzobispado de Panamá, José Domingo Ulloa, un momento que le correspondía. Se trataba del rito de incensar el altar, en el que se cree que, así como sube el humo, subirán las plegarias de los fieles a Dios.
Lo sublime del momento estaba acompañado con la voz suave de una mujer, que repetía cantando la frase "te doy gracias porque me has escogido". La emoción empezó a apoderarse de todos. Unos a otros se miraban y comentaban. Una reportera italiana dijo "qué bello este momento", mientras que al otro lado del templo una monja secaba sus lágrimas.
Cuando el monseñor Ulloa terminó de incensar el altar, aparecieron dos hombres. Llevaban consigo un mantel blanco, que colocaron sobre la mesa. Detrás de ellos se preparaban las protagonistas de otra escena para el recuerdo: tres viejecillas y una monja colocaría el sobre mantel, dejando lista la mesa en la que, más tarde, el pan se convertiría en cuerpo y el vino en sangre de Cristo, según la creencia católica.
Ha ocurrido un momento sagrado. Ya siete velas iluminan el altar y una cruz, puesta en la mitad, son signos de que todo está listo para que, luego de tres años, en esta centenaria catedral, se pueda oficiar la misa.
Es un momento que ha escrito para la historia ante nuestros ojos. La misma catedral que fue testigo de nuestro nacimiento como República, fue consagrada por el primer papa latinoamericano, el jesuita, el de las periferias. 500 años han pasado y la historia se narró, ahora, en el presente.