Flores frescas para Chiqui, una crónica de la Invasión
Mi tío Chiqui murió sin decir una palabra. Estaba dentro de su carro, un Volvo, cuando las balas de soldados gringos le atravesaron el cuello y destrozaron la mitad del rostro.
No estaba solo. Su esposa, Grettel, gritaba aferrada a su cintura sin darse cuenta de que su marido ya estaba muerto. Fueron múltiples ráfagas. En algún punto impactó un proyectil pesado que levantó todo el carro.
Eran las 9.30 de la mañana del 22 de diciembre de 1989 cuando soldados estadounidenses atacaron a Luis Alberto "Chiqui" Riaño en la entrada del Aeropuerto Marcos A. Gelabert de Paitilla. De acuerdo con el reporte forense, Chiqui murió al instante.
Conocí la historia completa 29 años después de su muerte.
Chiqui estaba allí, en el aeropuerto, porque Panamá se había convertido en tierra de nadie. Los Estados Unidos habían invadido. No había gobierno, policía, ni ley. Las balas gringas dieron paso al caos. Panamá era una selva de concreto, sus tesoros saqueados al calor de las llamas.
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La esposa y las hermanas le habían rogado que no saliera, pero Chiqui tenía que ir. Había heredado el negocio de su padre, Aeroradio, donde trabajó desde los catorce años. Reparaba instrumentos aeronáuticos a unos pocos kilómetros del Marcos A. Gelabert. Cuando los gringos atacaron, Chiqui tenía 10 mil dólares en efectivo en la oficina y varios miles más en equipos. A los dos días de que cayera la primera bomba invasora no había bancos, la comida escaseaba y no se sabía qué iba a pasar con el país. Así que Chiqui les dijo a sus hermanas y a su esposa que tenía que ir.
Mi tío estaba recién casado con Grettel, La Pecosa, una mujer petisa, simpática, que miraba a la cara y hablaba sin rodeos, a la que había conocido seis años antes mientras estudiaba en la Universidad Tecnológica de Panamá. Vivían en la barriada de Coco del Mar, a unos diez minutos al este del aeropuerto, en una casa de dos pisos, dos habitaciones, sala, comedor y un baño. Cruzando la calle estaban sus padres, Luis Alberto Riaño y Flor Quijano, junto a sus hermanas Vicky y Mercedes. Allí también vivía mi mamá, Isabel, recién divorciada, y yo.
Yo tenía un año y cero cabello. Mi tío me decía Profesor. Mi tío ponía apodos para toda la familia. Su hermana mayor (mi mamá) era Moto, sus dos hermanas pequeñas Pato de Hule y Cernícalo. Grettel era La Pecosa.
En medio de la dictadura militar y las crisis personales, pasábamos páramo, pero en familia. Un día a Chiqui lo pararon los militares en un retén. Lo tomaron por civilista porque tenía una toalla blanca en su carro y lo molieron a golpes. Así era Panamá, un país donde los militares dominaban por la fuerza, pero aún se pensaba en llevar una toalla en el carro para ir a surfear a la playa. La calle era incierta, en la casa nos curábamos las heridas.
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Imagina que vas a Vietnam. Mujeres, niños, ancianos, cualquiera puede ser tu enemigo" - relato de soldado estadounidense a miembro de la Cruz Roja
Panamá era una bomba de tiempo, pero nadie sabía cuánto quedaba en el reloj.
Una invasión, con tanques, helicópteros y GI Joe corriendo por la ciudad era una posibilidad, pero no se pensaba que fuera inevitable. En diciembre las familias compraban pavo y jamón para la cena, no esperaban una Invasión para Navidad.
Mientras en Panamá se especulaba, Estados Unidos movilizaba sus tropas. Dentro de los aviones, los soldados recibían recomendaciones finales. Era el 19 de diciembre de 1989.
Imagina que vas a Vietnam —me dijo un hombre de la Cruz Roja que le contó un soldado joven—. Mujeres, niños, ancianos, cualquiera puede ser tu enemigo.
Las tropas aterrizaron y se acabó la especulación. La noche del 19 de diciembre se apagaron las luces en el Canal de Panamá. Las principales vías fueron tomadas; los edificios fueron copados. Helicópteros UH-60 Black Hawk batían sus alas negras en un cielo rojo por los bombazos mientras el ejército atacaba 27 sitios estratégicos para tomar el control de Panamá. Los aeropuertos eran de especial interés. Por allí podría intentar escapar el dictador Manuel Antonio Noriega.
Durante los días siguientes, enfrentamientos, muertes, miles de heridos. Los estadounidenses les dijeron a los socorristas de la Cruz Roja que se arrancaran la bandera de Panamá del uniforme: así es como identificaban a los enemigos y no querían recibir una bala destinada a otros.
La Fuerza Pública dejó de funcionar. Muchos comerciantes se atrincheraron en sus negocios armados con rifles y pistolas para detener a quien quisiera aprovechar el caos para saquear. Panamá se volvió loca. Contra los gringos y contra sí misma.
En la víspera de su muerte, Chiqui salió a conseguir leche en polvo para mí. No se estaba vendiendo nada, así que la tuvo que tomar sin pagar. Lo golpearon, pero logró regresar con la leche. La Pecosa le gritó, temía por su vida, estaba aterrada por que se arriesgara así. Chiqui le prometió que no lo volvería a hacer.
Era una mentira piadosa, creo hoy, porque tras eso vino el viaje a Aeroradio.
Me voy contigo. Que lo que te pase a ti, me pase a mí" - Grettel, esposa de Chiqui
El camino al aeropuerto de Paitilla no era largo. Antes de salir, Chiqui había llamado a uno de sus mejores amigos, Reynaldo Arosemena, Pollo, que vivía frente a la terminal aérea. Le dijo que la calle estaba despejada, no se veían barricadas en la entrada del aeropuerto, tampoco soldados armados.
“Me voy contigo”, le dijo La Pecosa. “Que lo que te pase a ti, me pase a mí”. Chiqui no quería, pero fueron juntos a la casa. Ella subió a buscar ropa, él se montó al carro, lo encendió y trató de irse sin ella, pero La Pecosa fue más rápida y, con el pantalón sin abotonar y las zapatillas en la mano, se montó en el auto.
Condujeron con los vidrios abajo y la radio apagada: querían que los vieran y querían escuchar. Era un área residencial y las calles estaban tranquilas, sin tropas a la vista. Al llegar, vieron que las puertas de entrada al aeropuerto estaban abiertas, así que encararon. Doblaban en la entrada. La Pecosa iba poniéndose las zapatillas cuando una ráfaga de balas entró por el parabrisas.
Fue un desastre. Los disparos continuaron por varios minutos convirtiendo en chatarra el Volvo azul en el que viajaban Chiqui y La Pecosa. Boquetes del tamaño de una pelota de fútbol en el chasis dejaron evidencia de lo desproporcionado del ataque.
“Bájense del auto y levanten las manos”, dijo un soldado por el altoparlante. La Pecosa soltó el cuerpo muerto de su esposo y salió del vehículo. Un militar de rango le diría que habían sido atacados la noche anterior. Por eso les tiraron: por confusión o por algo parecido.
Finalmente, se los llevaron en un helicóptero a una base militar en Cocolí junto a varios soldados heridos. El cuerpo de Chiqui en una bolsa negra. Grettel cubierta de la sangre de su esposo, su pierna inflamada y morada por un golpe ocurrido durante los disparos. Su cuerpo no sufrió mayores daños, pero su mente estaba en estado de shock. La herida que deja la muerte del ser amado, esa la acompañaría para el resto de su vida. Era la mañana de un sábado. Chiqui se unió a la lista de panameños inocentes asesinados, injustamente, en la Operación Causa Justa.
Bájense del auto y levanten las manos” - soldado estadounidense, luego de disparar y matar a Chiqui
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Mi tío Chiqui soñaba con ser veterinario o biólogo marino. Pero fue ingeniero. Trabajó desde los 14 años. De adolescente, les daba la mesada a sus hermanas y compraba cosas para la casa. Llegó a pagar 600 dólares por el microondas que quería su mamá. Unos meses antes de morir, invitó a sus hermanas a comer a la casa adonde se acababa de mudar. No tenía muebles, pero sacó la vajilla fina. “Nada es más importante que mi familia”, cuenta mi madre que dijo en aquella ocasión. Chiqui tenía veintisiete años cuando murió. Su cabello era negro, lacio y duro, la piel bronceada. Llevaba bigote y usaba lentes de aviador. Le gustaba el rock en inglés —Led Zeppelin, Black Sabbath—, tomar cerveza, surfear. Y ponerle kétchup Maggi al arroz con pollo.
Fue el segundo de cuatro hijos, el único varón. Sus padres eran colombianos, pero él nació en Panamá. De niño, lo enviaron junto a su hermana mayor, Moto, mi mamá, a casa de su tía Cecilia en Bogotá. En Colombia, su primo Jaime y él eran inseparables. Jugaban en la calle, robaban las estatuillas de los carros. Una vez al mes su mamá le traía desde Panamá el tesoro indispensable: una botella de Ketchup Maggi.
Cuando regresó a Panamá, Chiqui se graduó del Colegio Javier y fue a estudiar ingeniería a la Universidad Tecnológica de Panamá, donde conoció a La Pecosa. Creó una discoteca móvil que operaba junto a su mejor amigo, Miguel Quijano. La llamaron Groovy Sound and Light. Estaba equipada con su caja de luces y una bola disco. En su mejor momento, llegaron a cobrar 150 dólares por noche.
Chiqui y Miguel fueron amigos desde la infancia. De niños montaban rampas para patinetas, les tiraban alcohol, o gasolina, y las encendían en llamas. Salieron con las chicas del barrio, acamparon juntos y mantuvieron la amistad después de casarse.
Mi tío tenía una vida normal, como tantos otros panameños. Salía con su pareja a surfear a la playa, visitaba a sus hermanas, hablaba de trabajo con su papá y traducía las canciones de Alice Cooper a su mamá. Nadie podía prever que una invasión fuera a acabar con su vida. En mi casa veía los objetos congelados en el tiempo. Vinilos engavetados, la tabla de surf encerada desde hace veintinueve años, lista para las olas que nadie montará. La tragedia más grande no es lo que se perdió, sino lo que nunca será.
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Luego del viaje en helicóptero, la bolsa negra con el cuerpo de mi tío llegaría a Robert D. Lynch, el jefe de atención primaria del 24° Cuerpo Médico estacionado en la base de Howard. Él firmaría el certificado de defunción: Gunshot Wound to Head and Neck. Mode of Death: Under Investigation. El formulario del Comando Sur para la disposición de los restos añadiría KIA (Killed In Action – Muerto en Acción).
Tras aterrizar en la base militar en Cocolí, La Pecosa fue llevada al Hospital Gorgas. El cadáver de mi tío llegaría allí en la bolsa negra horas después. Las enfermeras del Gorgas restregaron la sangre seca sobre la piel de La Pecosa, mandaron a una psicóloga a hablar con ella y le dejaron usar el teléfono. Llamó a su mamá.
Fue el papá de Grettel quien llevó las primeras noticias a la casa de la familia de mi tío. No dijo a la familia que había muerto, sino que estaba gravemente herido. Luego llegó una llamada a la casa desde el hospital. Isabel, mi mamá, contestó el teléfono.
Apretaba el auricular junto a su oreja. El teléfono, un armatoste pesado en la que se discaba un número a la vez en el dial, estaba sobre una pequeña mesa junto a la cocina. Toda la familia estaba pegada a ese rincón de la casa.
—¡Dígales que es alérgico a la penicilina! —insistía mi abuela.
Fue entonces cuando Grettel le confirmó a mi mamá lo que ella ya sentía en los huesos.
—¿Estás segura?
—Sí
—¿Totalmente?
—Chiqui está muerto.
Uno a uno pasaron al teléfono. Flor, Alberto, Vicky, Mercedes. No, no era un accidente. Sí, ella estaba segura. No, no se sabía dónde estaba el cuerpo.
Al final, mi abuelo Luis Alberto se sentó en las escaleras de la casa, a unos pasos del teléfono. Estaban todos en la sala. Sacó una foto de la billetera que nadie había visto jamás. “Mi niño. Me lo mataron”. Sus tres hijas lo vieron llorar por primera vez.
La guerra no es tan compasiva como para dejar a una familia despedir a sus muertos en paz. Al poco tiempo de conocida la noticia, dos tanques del ejército estadounidense bajaron por la calle de la casa. A una cuadra vivía Carlos Duque, uno de los fundadores del Partido Revolucionario Democrático. Había razones para creer que Manuel Antonio Noriega podría estar escondido allí.
Al llegar los tanques, los soldados ordenaron a todos salir de sus casas. Los gigantescos helicópteros de doble aspa se escuchaban en su ir venir. Las tanquetas y las tropas recorrían las calles con el único fin de encontrar a Noriega donde fuera. La tierra temblaba. Mi familia empezó a deambular hasta encontrar refugio en el garaje de una casa en una calle aledaña. Chiqui había salido unas horas antes y ahora estaba muerto. Nadie sabía qué pasaría después. La prioridad era estar juntos.
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Luis Alberto Riaño padre nació en Capitanejo, un pueblo colombiano remoto y lleno de cabras a las faldas de una montaña en el departamento de Santander. Un sitio violento, contaba mi abuela, donde se acostumbraba entregar un revólver a los niños después de hacer su primera comunión porque, decían, si eran hombres para tomar el cuerpo de Cristo, eran hombres para tomar una vida. Mi abuelo tuvo que huir a los siete años atravesando la cordillera con su padre tras recibir amenazas de muerte. Ahora en Panamá, había perdido un hijo, y no estaba dispuesto a perder a alguien más de su familia.
Entre las lágrimas y la desesperación, a Flor Riaño Quijano, mi abuela, madre de un hijo muerto, le pusieron en sus brazos el bebé cocobolo que era yo 30 años atrás. Le encomendaron la misión de cuidarlo y protegerlo a toda costa.
Dejó de llorar. Escribió los datos personales de cada uno en cartelones y los pegó en sus pechos. Cédula de identidad, tipo de sangre. Le dio a la familia dos puntos de encuentro. De separarse, debían encontrarse en la Cruz Roja Internacional o en la casa de su hermana Cecilia en Bogotá.
Siguieron días de confusión, dolor e ira. Eventualmente, pudieron volver a la casa. Entre las lágrimas y la desesperación, a Flor Riaño Quijano, mi abuela, madre de un hijo muerto, le pusieron en sus brazos el bebé cocobolo que era yo 30 años atrás. Le encomendaron la misión de cuidarlo y protegerlo a toda costa.
Luis Alberto padre pasó del dolor y la prudencia a la cólera vengativa. Decidió que saldría a matar a todos los estadounidenses que encontrara. Hubo que trancar las puertas de la casa y esconder las llaves para evitar una nueva tragedia.
Tras aquello siguieron noches de rezos colectivos, de vecinos aterrados buscando refugio a quienes se les sirvió café y consejos en medio del luto familiar. Mi madre, médico, lamentaba haber salvado tantas vidas y ahora verse impotente para salvar a su hermano. María Mercedes dormía con el retrato de Chiqui aferrado al pecho.
Pero, sobre todo, faltaba encontrar el cuerpo de Chiqui. Sabían por La Pecosa que lo habían llevado en un helicóptero a un regimiento. Pero nadie sabía dónde estaba ahora.
Mi mamá llamó a todos sus contactos. No quedó morgue ni hospital sin tocar. Llamó incluso al consulado de Colombia para que solicitara el cuerpo. Finalmente resultaría decisiva una llamada de La Pecosa. Habló con su prima, quien trabajaba con el ejército estadounidense. Llegó a hablar con el general Marc Cisneros, el hombre poderoso al mando del Comando Sur, la gran mano que dirigió la Invasión. Hablar con él, era como conseguir una audiencia con el Papa. Cisneros le dijo que el cuerpo estaría en el Gorgas. Fue una suerte extraordinaria. Probó que en Panamá hasta para la muerte se necesita palanca.
Cisneros le dijo que el cuerpo estaría en el Gorgas. Fue una suerte extraordinaria. Probó que en Panamá hasta para la muerte se necesita palanca
Del Gorgas el cuerpo fue llevado hasta el crematorio de Sercresa, en el Jardín de Paz. Isabel, mi madre, estaría allí cuando llegara. El doctor Reynaldo Arosemena padre y Sabino González serían quienes identificarían el cuerpo y servirían de testigos. Arosemena, mejor conocido como Gallo, era el papá de Pollo, el amigo que Chiqui había llamado antes de ir al aeropuerto. Habían pasado tres días desde el asesinato.
Rescataron la billetera, un collar que identificaba que Chiqui era alérgico a la penicilina, un reloj resistente al agua y su anillo de bodas. Mi tío siempre llevaba el anillo en vida, así que ahora, muerto, no sería distinto: lo colocaron junto a su cuerpo antes de entregarlo a las llamas. Las hermanas sacaron sus ahorros y pagaron 500 dólares al Colegio Javier para enterrarlo. La cripta de Chiqui lleva el número 269.
Durante los meses que siguieron, los bienes de Chiqui fueron traspasados de vuelta a sus padres. El 26 de enero de 1990, poco más de un mes después de la muerte, La Pecosa, quien tenía derechos como cónyugue ya que no hubo testamento, dejó la casa, el carro y un terreno que habían comprado fuera de la ciudad a nombre de mis abuelos y se alejó de la familia Riaño. Yo no la volvería a ver hasta veintinueve años después.
Isabel, mi madre, se mudó a casa de su hermano. Fue allí donde pasé la mayor parte de mi infancia, tirándome de lomas con la vieja patineta de mi tío —así perdí un diente— y oyendo hablar de él cada vez que le ponía kétchup Maggi al arroz con pollo.
Aprendí que mi tío era zurdo, igual que yo, pero que lo obligaron a escribir con la derecha en la escuela. Quizás por eso solía escribir los números al revés. Aprendí que era “amigo de sus amigos”, que nunca llegaba tarde, que era un hombre responsable y honrado. Que se casó con un esmoquin blanco y que yo di mis primeros pasos en su boda.
La empresa Aeroradio aún sigue en pie. Tras la muerte, su hermana Vicky tomó la tarea de salvar el patrimonio familiar. Con el libro de cuentas de su hermano, entró a las oficinas del Servicio Aeronaval y cobró 10 mil dólares adeudados. Orgullosa, entregó el dinero a su papá, quien exaltado le dijo que cómo se le ocurría ir a cobrar esa plata, que la hubieran podido matar.
Pero Vicky tenía la determinación de los veintitrés años y con la misma decisión, una vez estabilizada la situación en la ciudad, entraría a las oficinas de Aeroradio ocupadas por los estadounidenses. Habían roto las ventanas y la puerta. Faltaba un equipo valorado en 40 mil dólares y la cuenta del teléfono ascendía a 15 mil dólares. El registro de llamadas reveló que muchos telefonearon a residencias en Carolina del Norte. Los soldados estadounidenses habían llamado a sus familias para saludar por la Navidad.
Vicky colocó una demanda contra los norteamericanos por las pérdidas. Logró que le pagaran la cuenta de teléfono, las ventanas y la puerta rota. Le preguntaron si tenía algún testigo de que los soldados hubieran sido responsables por el equipo de 40 mil dólares. “Al único que pudo haber sido testigo, ustedes lo asesinaron”, respondió. No le pagaron.
Hubo otro proceso legal. El abogado Michael Pierce y su socio John Kiyonaga se acercaron a la familia unos años después. Elevarían una demanda por los daños hasta el Senado de los Estados Unidos. No cobrarían nada a la familia, sino que recibirían un porcentaje del pago de lograrse un veredicto o acuerdo satisfactorio. No prosperó. El Senado les recordó a los abogados que el gobierno panameño nunca presentó un reclamo formal por los muertos de La Invasión. Por el contrario, el entonces flamante mandatario Guillermo Endara Galimany agradeció la “liberación”.
En 1993, Flor y Alberto Riaño decidieron viajar hasta México con la esperanza de presentar su caso al Papa Juan Pablo II, de visita en el país, pero el peregrinaje religioso resultó tan infructuoso como los esfuerzos legales. Para los padres de Chiqui, lo más importante era eliminar ese KIA: que se reconociera que su hijo no era un soldado muerto en batalla, sino un civil asesinado sin justificación.
Para los padres de Chiqui, lo más importante era eliminar ese KIA: que se reconociera que su hijo no era un soldado muerto en batalla, sino un civil asesinado sin justificación.
La familia no se sumó a otros colectivos de víctimas de La Invasión. Temían que el caso fuera usado con intereses políticos. No fue hasta 2017, con la creación de la Comisión de la Verdad, que La Pecosa decidió dar su testimonio para que el nombre de Chiqui fuera agregado a la lista de víctimas. Y allí la conocería yo, ahora con 30 años, barbudo y con una calvicie incipiente muy distinta a la del bebé cocobolo a quien mi tío le decía Profesor.
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Escuché la historia de La Pecosa en la mesa de un Pizza Hut. Ella me conocía de bebé, y quizás de fotos. Yo no tenía idea de nada. Sabía que había sido la esposa de mi tío y que era abogada. Así que podría decir que recién la conocí ese día, veintinueve años después de haberla conocido. Llevaba un vestido verde, su color favorito.
Comprendí inmediatamente cómo mi tío se enamoró de ella. Se sentó sin dudas, ni pena. Sus palabras viajaban certeras. Contó una historia de sangre y dolor de forma precisa y pausada. A ratos me la podía imaginar en una corte, como la abogada que es, recelosa de no revelar más de la cuenta. Y en otros momentos asomaba un tono íntimo que me hizo pensar en la joven que se casó con un surfista amante del rock.
Su rostro se iluminaba cuando recordaba el cariño de sus padres a Chiqui. Fue el primer hombre que sus padres aceptaron como su pareja y quisieron de corazón. Sus ojos se endurecieron cuando aclaraba algo que consideraba falso o impreciso. Esos ojos se fijaron en los míos cuando relató cómo se conocieron, cómo se enamoraron, cómo se casaron. Cómo se aferró a su cintura en medio de los disparos, cómo viajó con el cuerpo, cómo le gritó a los gringos, cómo restregaron la sangre seca de su cuerpo.
Ahora su presente era otro. Tras la muerte de Chiqui se alejó de una familia ahogada en el dolor, se alejó de los reclamos, las lágrimas y la ira. Siguió con su vida. Yo no tengo recuerdos de mi tío, pero si él la amaba con el fervor que esos ojos aún guardan por su recuerdo, sé que sería feliz de saber que su vida siguió, que se casó y ahora tiene dos hijos, uno de veintiún años, otro de veintisiete, la misma edad que tenía él cuando murió. Nunca la vi en las misas de aniversario convocadas por mi familia, pero supe que a lo largo de los años visitó la cripta, sola.
En 2008 mudaron los restos de mi tío al Colegio Javier en Clayton. Descansa en un pasillo largo y bien iluminado, cerca de una ventana. Mi abuela Flor lo visita todos los sábados. Lleva siempre flores frescas: orquídeas blancas con morado. Sonias, sus favoritas. La cripta guarda también las cenizas de mi abuelo, que murió el 20 mayo del 2017. Luis Alberto Riaño hijo y padre están juntos. Los 22 de diciembre nos encontramos todos, excepto La Pecosa, en la misa de aniversario. El cura hace una breve mención, a veces pronuncia mal el nombre, y todos le damos un abrazo extra fuerte a mi abuela Flor.
Chiqui está muerto, pero no olvidado. Lo veo en las miradas de mi madre, de mis tías, de mi abuela Flor, que se iluminan cuando lo recuerdan. Flor recuerda cómo se acostaba junto a ella, cómo le desarreglaba el cabello o hacía chistes sobre el olor a sobaco, el “golpe de ala”. Una vez soñó con él, surfeando sobre una ola mientras ella caminaba en la playa. “Aún no”, le dijo en un susurro onírico.
Mi tío abrió las puertas de su casa a mi mamá, la Moto, y a mí cuando otros la rechazaban por estar divorciada. Yo crecí dentro de esa dulce sombra. Admirándolo y llorándolo. En aquella memoria preservada en ámbar hallé un guía, un maestro, y un recuerdo perenne de la crueldad e injusticia en el mundo. Era el hombre que protegía a su mamá, que amaba a su esposa, que trabajaba por el legado de su padre. Era todo eso, y los gringos lo mataron, poniendo punto final a su historia. Sus sueños de ser veterinario o biólogo marino o ingeniero o papá terminaron a sus 27 años, dentro de un viejo Volvo a manos de la artillería norteamericana.
Antes de mudarse a Clayton, la cripta del Colegio Javier estaba ubicada en Perejil. Muchas veces acompañé a mi abuela allí. Era una capilla circular, de techo verde. Los jardineros regaban las plantas constantemente; el olor a tierra mojada inundaba el aire.
Llevé a mi hijo Ricardo allí cuando cumplió ocho años. Entramos al templo y bajamos las escaleras hasta la cripta. Eran sesenta escalones y las luces estaban apagadas. Se volvía más oscuro con cada paso. Yo conocía el camino de memoria, así que le tomé la mano a mi hijo y anduvimos con cuidado. Al terminar la escalera, doblamos a mano izquierda, prendí los interruptores y caminé oyendo el eco de mis pasos hasta la cripta 269. Quité los pétalos marchitos, de rodillas, cuando escuché la voz de mi pequeño.
—¿Quién es?
Quisiera aferrarme al hombre cuya vida y muerte he tratado de reconstruir. Quisiera pedirle consejos, decirle tantas cosas que están mal y en las que me siento a la deriva. Decirle que sus hermanas y su mamá lo necesitan. Decirle que su vida valió la pena porque nos hizo a todos mejores.
La cripta está en silencio, el mármol frío. Pero la tumba no está vacía. Me aferro a mi hijo.
—Este es mi tío Chiqui. Quiero contarte su historia.
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*Esta historia forma parte del especial Duelo. Memorias de una Invasión