El turbante, un 'trofeo' contra la intolerancia religiosa en Brasil
Cuando Rogéria Ferreira tuvo que sacarse su cédula de identidad en Río de Janeiro, se ofendió con la foto que le hicieron las autoridades. Pero no porque saliera poco favorecida sino porque, al obligarle a posar sin su turbante, se sintió desnuda.
Seguidora del candomblé, la religión que llegó a Brasil en el siglo XVI a través de esclavos africanos, esta estilista negra de 36 años protege siempre su cabeza (el 'orí', un ente sagrado) con coloridos turbantes, siguiendo la tradición que heredó de su tatarabuela.
Pero, el año pasado, por primera vez en su vida, los agentes le dijeron que si no llevaba un documento que acreditara que tenía cáncer o una carta firmada por su 'mae de santo', su sacerdotisa, no podía tomarse la foto con el pañuelo.
"Para muchos es simplemente un pedazo de tela, una moda, pero para mí el turbante tiene vida, tiene sangre, representa mi ancestralidad. Cuando salgo sin turbante es como si saliera sin camisa. Me sentí humillada, agredida", explica a la AFP esta descendiente de esclavos angoleños.
Como Rogéria acababa de ser asaltada y necesitaba con urgencia el documento para un trabajo, claudicó y se sacó la foto con su pelo crespo descubierto.
Pero no se quedó de brazos cruzados.
Su lucha de meses refleja las batallas que seguidores de religiones de matriz africana enfrentan en Brasil, donde los ataques a los cultos de candomblé o umbanda están aumentando de forma preocupante.
Especialmente en Río de Janeiro.
En las últimas semanas, brutales destrozos de 'terreiros' (lugares de culto) e incluso pedradas a una candomblecista de 65 años fueron perpetrados presuntamente por personas convertidas a las pujantes iglesias evangélicas.
Una multitudinaria marcha contra la intolerancia repudió hace diez días esos hechos, que incrementaron la preocupación sobre las tensiones religiosas en una ciudad gobernada desde enero por el obispo evangélico Marcelo Crivella.
Bruja, "macumbeira"
"La discriminación en Río es tremenda. Yo ando con mi turbante y hay personas que me miran y me dicen 'ahí va la 'macumbeira' o 'la piojosa'. A veces, cuando el bus está lleno, las personas no se sientan a mi lado. Yo acabo riéndome porque aprendí a tomármelo con humor", relata Rogéria, que lamenta la "ignorancia" en torno al candomblé.
Aunque el uso del turbante no está prohibido en este país laico, e incluso se ha vuelto un objeto de moda sin distinción de razas, se han registrado algunos casos parecidos al de Rogéria.
En abril de 2016, la adolescente Laís Correia aseguró haber sido discriminada en su escuela de Salvador (Bahia, noreste) por no dejarla entrar si usaba turbante.
También, en abril pasado, la activista negra Dandara Tonantzin denunció haber sufrido un ataque en una fiesta de graduación en Minas Gerais (sudeste), donde unos chicos la increparon y le arrancaron su turbante.
"La discriminación es generalizada, pero con los negros es exagerada", cree Rogéria.
Nueva norma
Después de llamar a varias puertas, esta diseñadora de ropa africana consiguió que la Defensoría Pública de Rio y la Orden de Abogados de Brasil entraran en el debate por considerar que el suyo fue un caso de "prejuicio racial y religioso".
Y en marzo pasado, Rogéria logró lo que le parecía imposible: que la Fiscalía de Rio aprobara una norma que permite sacarse la foto del documento de identidad con sombreros, turbantes, velos o "cualquier otra cobertura de cabeza por motivos de convicción religiosa", dando paso a una discusión acalorada también en otras latitudes.
Rogéria pudo sacarse una nueva cédula con un espectacular turbante amarillo con flores rosas y hoy la muestra como una medalla.
"Esta cédula es mi trofeo, el trofeo para el colectivo", celebra.
Una pequeña victoria que quiere pelear ahora para todo Brasil, un país en profunda mutación religiosa, donde los católicos pasaron de ser 92% en 1970 a menos de 65% en 2010, mientras los evangélicos crecieron en el mismo periodo de 5,2% a 22,2%.
Los adeptos de cultos de origen africano representaron apenas 0,3% de la población en el último censo de 2010, prueba -según analistas- de que muchos ni siquiera se atreven a confesarlo en voz alta.