La lucha diaria por sobrevivir entre ruinas y bombas en Gaza
Guerra Israel-Gaza
Desde que perdió su casa en un bombardeo, Amal al Robaya duerme junto a miles de desplazados en una escuela de la Franja de Gaza. Su día a día para encontrar comida y agua se asemeja a una angustiante carrera de obstáculos.
Robaya, de 45 años, sale cada mañana del establecimiento de Naciones Unidas donde se refugió con su marido, sus seis hijos, su nuera y sus dos nietos.
Su primera misión es ir a lo que queda del edificio donde vivía en Rafah, para "encontrar harina en casa de vecinos y hacer pan".
"Es lo primero en lo que pienso al despertar: ¿cómo voy a alimentar a los niños hoy?", cuenta la mujer desde esta localidad del sur de la Franja.
Su hijo Suleiman, de 24 años, corre a una panadería para obtener un número de fila nada más despertarse. Hace lo mismo frente a un punto de agua.
"Intento llenar uno o dos bidones de agua antes de volver a la panadería cuando abre", explica a AFP.
"Es todo un desafío", suspira, porque esta tarea suele llevar "dos horas si tienes suerte, pero más a menudo cuatro o cinco", cuando no se ve obligado a volver sin haber conseguido agua.
Pan, agua y a veces duchas
El bloque de edificios donde vivía la familia fue barrido por un bombardeo israelí el 7 de octubre.
Aquel día fue el primero de una guerra que se desencadenó por un ataque del movimiento islamista palestino Hamás contra Israel, que dejó más de 1.400 muertos, en su mayoría civiles, según las autoridades israelíes.
En la Franja de Gaza, los bombardeos israelíes, lanzados en represalia, dejaron más de 10.800 muertos, también civiles en su mayoría, según el Ministerio de Salud de Hamás.
"No nos queda nada", lamenta Robaya.
Su cuñada Nesrin, de 39 años, muestra orgullosa una pequeña bolsa de harina que logró conseguir.
Sin demora, las dos mujeres la mezclan con un poco de agua. Mientras una amasa, la otra busca trozos de cartón y de madera entre los escombros para hacer un pequeño fuego con el que dorar el pan.
A su lado está Bilal, de 9 años, que quiere aportar su granito de arena. "¡Miren! ¡Yo también ayudo! ¡Nadie podrá decir que no hice nada hoy!", afirma, mientras tiende la ropa sobre losas de hormigón.
Para lavarla, se usa le menor cantidad de agua posible. Es un bien escaso y hay que preservarla para poder ducharse de vez en cuando.
"Los niños y yo solemos lavarnos cada cuatro o cinco días, pero a veces no hay agua y tenemos que esperar más", explica Amal. Mientras habla, su marido Imed trata de ocupar a los niños tocando ney, la flauta tradicional árabe.
Cantar para aguantar
Imed recuerda con nostalgia la comida de los viernes antes de la guerra. "Pollo y arroz, dos cosas que no vemos desde hace mucho", cuenta.
Al caer la tarde, la familia logró recuperar 27 litros de agua, 500 gramos de pasta y un sobre de salsa.
"Empezamos dando de comer a los niños", explica Imed entre los escombros. Después de la comida, los padres se contentan con un vaso de té.
Antes de que se ponga el sol, la familia parte de nuevo hacia la escuela de la ONU, convertida en albergue para personas desplazadas por la guerra.
"No tenemos ropa de invierno para los niños y cada noche hace un poco más de frío que la anterior", se preocupa Robaya.
"Los niños apenas duermen y cuando lo logran se despiertan en medio de la noche gritando", añade su cuñada. "Así que paso la noche esperando a que salga el sol para poder volver a mi casa", refiere.