Las claves de la impunidad en el caso del homicidio de monseñor Romero
Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue asesinado hace más de 38 años y pese a ser el personaje más célebre de El Salvador y de estar a punto de convertirse este domingo en el primer santo del país, por su férrea defensa a los derechos humanos, su caso sigue inmerso en la impunidad.
Las claves del poco avance de la Justicia en el caso Romero son diversas. La sombra de la impunidad rodeó la figura del futuro santo desde antes de su asesinato. Según el Informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas de 1993, Romero fue víctima de amenazas de muerte y un atentado fallido con explosivos, hechos que no fueron investigados.
El documento señala que, tras la homilía del 17 de febrero de 1980 en la que el beato se opuso a la ayuda militar del Gobierno de EE.UU. a El Salvador, fue "objeto de amenazas de muerte", y que en una entrevista privada señaló que sentía "miedo" y "prefirió que sus colaboradores no lo acompañasen en sus salidas para evitarles riesgos innecesarios".
El 10 de marzo de 1980, se encontró un maletín con una bomba "que no alcanzó a estallar" cerca de una altar en el que había oficiado misa el día anterior y que fue construida con 72 petardos de dinamita comercial.
Catorce días después, Romero fue asesinado de un tiro por un francotirador de un escuadrón de la muerte de extrema derecha en el altar de la capilla del hospital de enfermos de cáncer La Divina Providencia, en San Salvador.
Con su muerte, la impunidad se impuso y el Estado se hizo cómplice, según refleja un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del año 2000.
El documento señala una serie de "irregularidades en la investigación", que van desde la falta de recolección y preservación de pruebas, dado que los investigadores llegaron al lugar del crimen casi cuatro días después.
En el expediente judicial tampoco se incluyeron pruebas médicas, como radiografías del tórax de Romero, y se llamaron a declarar de forma "tardía" a los testigos presenciales del magnicidio.
Las autoridades salvadoreñas tampoco investigaron "seriamente a los autores materiales e intelectuales" del asesinato y de los involucrados; solo fue procesado y absuelto el capitán Alvaro Saravia.
La voz popular, el Informe de la Comisión de la Verdad y la CIDH señalaron como el responsable de dar la orden de asesinar al obispo al mayor Roberto D'Aubuisson, fundador de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), partido del que fue diputado y candidato presidencial.
A todas la irregularidades se sumaron la intervención de la Corte Suprema de Justicia que desechó el testimonio de Amado Antonio Garay, quien condujo a Saravia y al francotirador desconocido hasta el lugar del asesinato.
Los jueces del Supremo también le quitaron la autoridad al fiscal general de la época para solicitar la extradición del capitán Saravia, quien había huido a EE.UU. y actualmente en paradero desconocido.
A esta cadena de arbitrariedades se suma la desaparición de Pedro N. Martínez, quien presenció el asesinato y ayudó a cargar el cuerpo de Romero, y el asesinato de Walter Antonio Álvarez, miembro del escuadrón de la muerte que conocía la identidad de quien disparó.
"Por esas omisiones premeditadas de parte de los servidores de la Justicia, es indudable que estuvieran involucrados en algún tipo de conspiración para encubrir el asesinato desde el principio", dijo en 1982, según la CIDH, el primer juez de la causa y que tuvo que huir del país tras un atentado contra su vida.
El aparente golpe de gracia al proceso lo dio el Congreso salvadoreño en 1993 con la emisión de una ley de amnistía que puso freno a todos los procesos por crímenes de guerra, pero una resolución de 2016 del Supremo le dio vida nuevamente.
La Sala de lo Constitucional anuló dicha ley en julio de 2016 y esto permitió que en mayo de 2017 el juez instructor Rigoberto Chicas ordenará la reapertura del proceso.
De acuerdo con miembros de la organización Tutela Legal "María Julia Hernández", parte querellante en el proceso, el juez Chicas dará una resolución sobre el rumbo del caso después de la canonización de Romero.
"La voz de los sin voz", como se conoce a monseñor Romero, se pronunciaba contra la violencia y las violaciones a los derechos humanos en los años previos a la guerra civil (1980-1992), con lo que se erigió en un referente en la defensa de los más vulnerables.