Tortillas y Aguacate (Un relato de cocina en Guatemala)
No presume de nada, pero lo tiene todo. Le di dos vueltas al pueblo antes de sentarme en su mesa. Su sonrisa me llamó mucho la atención, además que su colorido vestido, bordado casi a la perfección y su falda de de colores no puede pasar desapercibida. Es chaparrita, gordita y en sus manos hay mucho amor. Lo demuestra su cocina. Se llama Marta y me la topé en Guatemala.
Llevaba varios días en Centroamérica. El viento me llevó a Panajachel, el pueblo más desarrollado de los doce que bordean el Lago Atitlán. Es uno de los sitios más hermosos que cualquier ojo puede ver. A lo largo de toda su orilla hay pequeños muelles, hechos con madera vieja. Tiemblan con la brisa. Se nota que llevan decenas de años allí. Por las tardes, viajeros y locales se sientan en ellos para contemplar la caída del sol.
Los volcanes Tolimán y Atitlán se aprecian muy bien desde esa orilla. Es realmente imponente, como si un ser supremo fuera dibujando todo. Los rayos del sol traspasan las nubes que poco a poco se mueven y se unen hasta formarse como figuras gigantes de algodón teñido de naranja y amarillo. Mientras esto ocurre se escuchan y ven las aves que vuelan por encima del lago hacias sus árboles para pasar la noche.
La temperatura baja en Panajachel, no se parece en nada a lo que era un par de horas atrás: un caluroso pueblo donde el sol hace de las suyas. Más bien parece ser un pueblo en que los astros salen con un toque de soberbia para ser admirados. La luna está llena, y se deja ver. Es algo que jamás se hubiera podido sospechar por la tarde, cuando las nubes llegaron a tapar la cima de los volcanes, y se apoderaron del cielo.
Los fogones de Marta
Por las tardes Panajachel se convierte en una feria gastronómica. Es auténtica, de sabores rudimentarios, de metáforas y buen sentido del humor. Marta, la chaparrita de traje colorido, le saca una sonrisa a cualquiera. Allí está, en su fonda, a las orillas de Atitlán amasando el maíz mientras escucha música en una vieja radio que de vez en cuando hay que darle un golpecito para que sintonice la emisora de cumbia.
En el fogón de Marta hay de todo. Su hija promociona el menú a los turistas. Para hoy ofrece Pepian de pollo (un guiso tradicional guatemalteco elaborado con dos variedades de chile. Su textura es parecida a una crema). Lo sirven con tortillas de maíz oscuro, aguacate, un poco de arroz, plátano maduro y una porción de fréjoles.
Marta habla poco, pero sonríe mucho. Se divierte con las historia de los viajeros que llegan hasta su fonda. Se sienta en una silla que recuesta a una de las pilastras que sostienen el techo. Desde allí les ve comer y les hace pregunta sobre su país y sus días en Guatemala. Muchos no hablan español, pero ella siempre busca la manera de comunicarse con ellos. Si lo logra y les cae bien, sin mediar palabra le sirve en el plato una porción más de comida. Nadie sale de la fonda de Marta con la misma talla de la que entró.
La cima del Pacaya
El grupo iba en silencio los primeros metros del sendero. Sólo hablaba el guía, hasta que Liria tuvo sed y le pidió a su hermano Josh un poco de agua. Al rato habló la pareja de esposos que había decidido aventurarse con su hija de tres años en brazos, hacia la cima del volcán Pacaya. El único que en todo el camino no había dicho ni una sola palabra era el chico delgado, alto y de morral lleno de provisiones que se mantenía al fondo del grupo. Luego de casi una hora de escalada, el grupo descubrió que no hablaba español. Era alemán.
Este viajero alemán, de nombre complicado como el propio idioma llevaba diez días viajando por toda centroamérica. Lo estaba haciendo con un castellano no tan perfecto como Angela Merkel, pero sí con muchas ganas de hacer, cómo fuera, nuevos amigos. Fue uno de los primeros en ganarse el cariño de Josh y Liria, una pareja de hermanos que hacían su primer mochilazo juntos.
Para la mayoría del grupo El Pacaya es el primer volcán que escalaban. Es realmente fuerte la subida, pero cada centímetro regala una panorámica que solo verás en Guatemala. El día de la excursión habían prohibido aproximarse al cráter. Dos días antes hizo erupción, reportaron los diarios locales.
A medida que el grupo avanzaba la vegetación era más verde y el suelo era más suelto. Se trataba de roca volcánica. Josh tomó una para la colección de su padre, que es antropólogo. La temperatura bajaba cada metro que se subía y era difícil respirar. El guía dijo que era señal de que cima estaba cerca.
El grupo se desvió hacia un claro que las autoridades habían habilitado para poder acercarse de manera segura al volcán, mientras estaba en actividad. El viento en la cima era fuerte, casi no se podía hablar en tono habitual. Por ratos el volcán escupía piedras y un poco de humo. Era una montaña sin vegetación, pero llena de vida. De color gris oscuro que se rompía con los celestes de una bandera de Guatemala que alguien había plantado al borde del volcán.
El descenso del Pacaya fue tan impresionante como la subida. Para bajar el grupo tomó por un pequeño valle formado por lava volcánica seca. Era de la erupción ocurrida en 2014 y afectó a todas las comunidades vecinas. Allí hacía calor. Se sentía como si apenas todo se estuviera enfriando. Estaba tan caliente que se podía cocinar malvaviscos junto a una de las rocas.
Guatemala fue una lección de vida, de esas que te marcan para siempre. Cada uno de los personajes que se atravesó por estas páginas en blanco fue un maestro y un guía. No buscaban nada acambio, solo querían conectarte con el corazón del mundo Maya.
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