Todopoderosos

Todopoderosos
Sabrina Bacal
28 2020 - 22:00

Siempre me han molestado las explicaciones divinas de las cosas que pasan. Ese dios que envía las pandemias, que premia y castiga según valoraciones discrecionales de los actos individuales o colectivos.

Esa para mi, es la peor versión de dios: el que selecciona a quien le tocan las desgracias y a quien la buena suerte, el que lanza y dirige como proyectiles los huracanes, los terremotos y los accidentes fatales. Si dios es el responsable de que tan frecuentemente los inocentes sufran y los malvados se salgan con la suya, tengo un problema cósmico con el. Con un ser supuestamente todopoderoso que ande por la vida, que el mismo creó, tan mal informado y enfocado.

Hace un tiempo me propuse dejar de pelear con el. Con dios quiero decir. Si mis peleas con políticos ególatras me cansan, imagínense el agotamiento existencial que cargaba encima discutiendo con un ser omnipresente. Decidí aferrarme a una idea que leí hace unos años en un libro (Cuando las cosas malas le pasan a la gente buena, del rabino Harold Kushner) que se convirtió en bestseller internacional: Resulta que dios no es todopoderoso. ¡En horabuena! Y es que, si podemos eximirlo de la caótica repartición de las tragedias de la vida, no tengo problemas reconciliándome con su existencia, sobre todo si ese concepto le da un sentido a la vida de un porcentaje importante de seres humanos.

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No voy a entrar ahora en los exabruptos históricos y políticos de las religiones organizadas o en el debate filosófico sobre la separación entra la Iglesia y el Estado. Quiero quedarme en lo más personal: la fe que mueve las montañas mentales y emocionales de los hombres y mujeres, convirtiéndose en uno de los motores más poderosos de la historia. Esa fe, para quien la profesa, es una necesidad básica y una fuerza que puede aliviar la incertidumbre y compensar el dolor. Especialmente en tiempos como estos.

De mi relación con dios, paso ahora a describir mi relación con la ciencia. Siempre fui buena alumna, pero mi verdadera pasión desde niña era detectar las injusticias -reales o inventadas- y pelear contra ellas . Con la ciencia no me enganchaba, porque pensaba que era imposible alegar contra las sumas, los compuestos quimicos o la ley de la gravedad. Eran verdades probadas y lo mejor sería que permanecieran en un pedestal reservado para las certezas y muy distantes de mis ánimos justicieros. Tardé algunos años en darme cuenta que mis preguntas sobre el comportamiento de los seres humanos, la inutilidad de las guerras y los excesos incomprensibles de los regímenes totalitarios, pertenecían también al campo de la ciencia. En ese entonces no veía a las ciencias sociales como a las otras ciencias, esas que habian ganado su lugar en el olimpo de la verdad. Serían en el mejor de los casos, una primas hermanas desordenadas de las ciencias exactas, que no se terminaban de aconductar, que cambiaban de opinión todo el tiempo y por eso me atraían. Dejaban espacio para la controversia.

Freud diría que mi inconsciente me traicionó cuando me exhibí publicamente el primer día de clases en la Universidad. Estaba sentada en primera fila en un auditorio lleno de estudiantes tan perdidos como yo y una de las profesoras que nos estaba dando la bienvenida con ese extraño ritual (que luego supe era la decana de Ciencia Política) me preguntó a qué carrera había entrado. “Ciencias Políticas” contesté yo. Ella me replicó en voz alta para que los 300 alumnos que estaban ahí sentados no tuvieran dudas de su indignación: “¿Ciencias Políticas? “No son ciencias políticas niña, como si fueran una clase de ciencias ocultas. Es Ciencia Política, en singular y mayúscula”. Ese día, además de sentirme como una idiota por no haber leído con cuidado el nombre de la carrera a la que estaba entrando -el diablo está en los detalles y yo nunca los veía, ni a él, ni a ellos- me quedé pensando en si eso era cierto. Si las ciencias sociales eran comparables a las exactas y yo las había estado degradando por tanto tiempo. Es claro que lo que estudian unas y otras las hacen muy distintas, pero con el Covid he confirmado que se parecen mucho más de lo que yo pensaba, pues hay incertidumbre y espacio para el debate en ambas.

Las ciencias (exactas y sociales) no son estáticas, dependen de la evidencia y se renuevan con ella. Por ello es que, aunque solo el conocimiento científico nos puede sacar de ésta, la ciencia -aún la que me parecía como una verdad inamovible de niña- también está muy lejos de ser todopoderosa.

Los expertos alrededor del mundo que han estudiado por años virus y mutaciones han ido aprendiendo nuevas cosas con esta pandemia. Se han equivocado y se han contradicho más de una vez. Y esa no es razón para dudar de ellos. Al contrario, es razón para confiar, porque nada da más credibilidad que admitir que a pesar de los títulos y años de experiencia en medicina, epidemiologia, infectología y otros campos, no se las saben todas y por ende van a seguir investigando y experimentando.

Covid nos ha puesto a todos a pensar en dios y la ciencia. A pelear por ellos y contra ellos en ese maremágnum infinito de las redes sociales, que es para bien o para mal, el único escenario de socialización que nos queda en estos largos días de aislamiento. Lo hacemos porque nadie entiende nada y nos sentimos más vulnerables que nunca, sin importar quienes somos, cuánto ganamos o donde vivimos. Las noticias nos recuerdan a cada rato que covid es un “virus democrático”, una lotería invisible que va por el mundo sin discriminar a nadie. El gran igualador que llegó cual profeta a darnos lecciones en este apocalíptico 2020. También lo hacemos porque estamos pasando más tiempo -ocioso y ansioso, productivo e improductivo -en nuestras casas y nos toca atravesar los segundos, los minutos, las horas y los días. Nos toca llenar el tiempo, que parece haber crecido con el covid, y ahora que lo pienso, es el único verdaderamente todopoderoso en la ecuación.

No sé si darle un final de Hollywood a este primer intento por escribir algo más personal, o dejarlo así abierto, como esas películas independientes que se ganan los premios de los festivales de cine europeos. Para lo primero tendría que poner a dios y a la ciencia como dos viejos amigos, que una vez despojados de sus disfraces de todopoderosos y lejos de la mirada inquisidora de las barras bravas de cada uno, se encuentran y se dan un gran abrazo de reconciliación. “Hacer ciencia, buscar las respuestas a lo que nos rodea, es un camino muy poco concurrido para ver a dios”, sería la frase que aparecería en la pantalla, tras el abrazo sentido, mientras se prenden las luces del cine y la gente se pone de pie dejando caer los restos del popcorn en el piso. Definitivamente una escena de verdadera ficción hollywoodense, porque todo indica que las salas de cine serán una reliquia histórica en la era post Covid.

Lo dejo abierto.

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