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Un Panamá Post-Transitista

El Banco de Pensamientos ante el Coronavirus es un especial digital que recoge las opiniones de diferentes personalidades y profesionales panameños en relación a cómo ven Panamá después de la pandemia. Sus ideas pueden servirte de inspiración para enfrentar la crisis.

Richard Morales, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Panamá.
Richard Morales, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Panamá. / Cortesía.
Richard Morales - Profesor de Ciencias Políticas
20 de mayo 2020 - 16:54

Panamá se encuentra en una coyuntura decisiva para su futuro. La pandemia del COVID-19 ha develado las profundas contradicciones del modelo de país, cuyo turbulento crecimiento ha sido a expensas del empobrecimiento de las masas y la degradación de los ecosistemas. Estamos ante una encrucijada: seguir atrapados en el callejón sin salida de un modelo agotado, culpando al COVID-19 de los problemas nacionales sin reconocer sus causas estructurales, o atrevernos a transformar la sociedad con una nueva visión de futuro, desarrollando las potencialidades del país al servicio de la vida.

Panamá tiene una formación social transitista, que se basa en extraer rentas de la explotación de la posición geográfica, mediante la venta de servicios de tránsito a los capitales en el mercado mundial. Es un modelo histórico de larga duración, implantado en la época colonial y modernizado bajo el capitalismo, organizado como un monopolio sobre el corredor interoceánico entre Panamá y Colón, que ha definido por 500 años el papel de Panamá en la división internacional del trabajo.

La mayoría de los países latinoamericanos dependen de la exportación de productos primarios a los países del centro, sea petróleo, gas, carbón, minerales o alimentos. Panamá, en cambio, depende de la venta de su territorio mismo, como un recurso natural estratégico.

En las cadenas de producción global, controladas por las transnacionales de las potencias, nuestros países están entre los eslabones más débiles. Al no producir con conocimiento, dependemos de las condiciones que imponga el capital transnacional, condenando nuestras economías al atraso, extrayendo como renta una porción mínima del valor creado por el trabajo en el mundo. Aunque Panamá exporta servicios y no productos primarios, la relación de subordinación es la misma. Rematamos la posición geográfica al mejor postor.

En los años 70, con la implantación del centro financiero internacional, se consolidó una plataforma de servicios transnacionales. Fue la financiarización del tránsito, incorporándose tempranamente Panamá a la nueva fase de capitalismo neoliberal. Esa plataforma es la articulación de los servicios logísticos, financieros y legales que ofrece el país a los capitales extranjeros, lo que hoy en día llaman el hub.

El país atrae y capta capitales, ofreciéndole condiciones regulatorias laxas para su paso por el territorio, acelerando el tiempo de rotación del capital en el mundo. No competimos hacia arriba, con tecnología que aumenta la productividad, sino hacia abajo, abaratando costos explotando a la población y el medio ambiente. Los servicios que ofrece Panamá son el equivalente terciario a las maquilas, donde los países venden a las transnacionales la superexplotación de su fuerza de trabajo para atraerlas.

Ese modelo transitista es sumamente vulnerable a cualquier disrupción en el mercado mundial. De la misma forma como una caída en el precio del petróleo hace colapsar a un país monoproductor petrolero, una caída en la demanda de los servicios que ofrece Panamá hace sucumbir a toda la economía. La única forma como estos servicios se mantienen competitivos en periodos de crisis es abaratándolos, aumentando la explotación laboral y ambiental y reduciendo los impuestos, con regulaciones que disminuyen el costo de acumular riqueza usando el territorio, aunque sea a expensas de la población. Eso atrapa al país en una espiral decreciente viciosa, donde hay que seguir rebajando los estándares para atraer a los capitales ante la creciente turbulencia en los mercados. En plena crisis del COVID-19, la reorganización de las cadenas de producción global amenaza con acelerar esa espiral autodestructiva.

La organización del modelo explica las enormes injusticias que hay en Panamá. La apropiación de la posición geográfica por una serie de grupos empresariales rentistas crea una sociedad estratificada, que concentra la riqueza en los dueños de los negocios que monopolizan el aprovechamiento del corredor interoceánico, mientras empobrece a las masas que la rodean, reducidas a vivir precariamente con las sobras de la renta transitista en ambientes deteriorados. El Estado queda reducido a un entramado de instituciones corrompidas por la disputa entre los grupos de poder por capturarlas y usarlas para repartirse los recursos públicos. Ese Estado descompuesto es crecientemente incapaz de mitigar los conflictos que generan las contradicciones del modelo.

La pandemia encuentra a Panamá con ese modelo ya agotado, ante cambios en el mercado mundial, debido a la crisis financiera del 2008 que han hecho a la plataforma de servicios obsoleta, agravado por la inevitable reorganización del sistema capitalista por el COVID-19. La obsolescencia de la plataforma se traduce en el estancamiento de la economía y el creciente deterioro de las condiciones de vida de la población, sacrificada para mantener la tasa de ganancia de la clase rentista, quienes a su vez emprenden un agresivo asalto a las arcas del Estado, para convertir los recursos públicos en beneficios privados garantizados, compensando cualquier perdida en sus negocios. Con o sin COVID-19, el patrón de acumulación panameño ya no tiene futuro. De la misma forma como Panamá sucumbió tras el desfase de las Ferias de Portobelo a mediados del siglo 18, hoy enfrente un destino similar si no actuamos ya.

Panamá tiene que trascender 500 años de un modelo de país rentista ya desfasado, obsesionado con extraer y concentrar riqueza del tránsito de bienes finitos, a un país comprometido con crear y compartir prosperidad con el único bien infinito que existe: el conocimiento. Significa usar la posición geográfica, no principalmente como lugar de tránsito para los capitales, sino como espacio de encuentro humano, potenciando el intercambio de conocimientos al servicio de un desarrollo equitativo y sostenible, creando las condiciones para democratizar, dinamizar y diversificar las fuerzas productivas del país. El horizonte es convertirnos en una sociedad de los saberes para la vida.

Avanzar hacia un estadio superior de organización social requiere de un Estado dispuesto a invertir en ciencia y tecnología, pero no de forma aislada, sino estrechando lazos de cooperación con países vecinos, en igual situación de dependencia, generando redes de intercambios en la investigación y desarrollo que puedan ser canalizados como tecnologías hacia las cadenas productivas de la región latinoamericana. Una intensificación de los flujos de saberes, gestionados de forma colaborativa y descentralizada a nivel nacional, regional y sectorial, intensificando las complementariedades, y rompiendo con las estructuras empresariales verticales que impiden la innovación, con empresas cooperativas que organizan el trabajo social con humanidad e inteligencia.

Potenciar el conocimiento para la vida implica desarrollar tecnologías que producen con crecientes eficiencias sociales y ambientales, permitiendo convertir los aumentos en productividad en reducciones de las tasas de explotación de la fuerza de trabajo y de los ecosistemas, distribuyendo de esta forma los beneficios de la tecnología entre todos y no solo unos cuantos. Es una nueva racionalidad de la vida como premisa fundante de la economía del futuro.

Esto permite generar una mayor capacidad productiva, y, por ende, una mayor base tributaria. Una política fiscal progresiva, con la cual materializar los derechos humanos mediante servicios públicos universales, en salud, educación, cuidados, vivienda, energía, transporte y alimentos, asegurando que todo ser humano posea las condiciones para vivir libre y plenamente. Esa justicia en el uso de los recursos requiere de la autogestión, donde es a través de redes participativas como se organiza el trabajo de la sociedad, una auténtica democratización de los procesos productivos. Eso exige una institucionalidad transparente y adaptable, abierto a la vigilancia ciudadana, donde nosotros mismos nos convertimos en los garantes del buen uso de los recursos colectivos. Un nuevo modelo que permita poner las potencialidades del país y su posición geográfica al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas en equilibrio con la naturaleza.

La conjugación de cambios tecnológicos acelerados, con la cuarta revolución industrial, dentro de una profundización de las contradicciones sociales y ambientales del sistema, ahora agravados por una pandemia, exigen repensar la forma como organizamos nuestras sociedades. El futuro va a depender de la capacidad de los pueblos de desarrollar conocimientos que les permitan producir riqueza de una forma socialmente equitativa y ambientalmente sostenible bajo el control de la propia sociedad, dentro de bloques regionales que colaboran de forma activa para asegurar los niveles de soberanía que permitan gestionar racionalmente los recursos para enfrentar amenazas colectivas como el COVID-19.

El futuro pertenece a quienes cooperen con inteligencia para el bien común de la humanidad, y no a quienes compitan con egoísmo a costa de la vida humana y natural.

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