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En la década del 70' la homosexualidad era catalogada un trastorno mental. Pero en 1972 la disertación de un joven doctor en la convención de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría de ese año marcaría un antes y un después en la desclasificación de la diversidad sexual como una 'enfermedad' y marcaría el inicio del reconocimiento de los derechos a la comunidad LGBTIQ+.
A continuación compartimos el reportaje hecho por Ellen Barry para The New York Times...
Durante el segundo día de la convención anual de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA, por su sigla en inglés), en 1972, ocurrió algo extraordinario.
Mientras los psiquiatras reunidos, en su mayoría hombres blancos, ocupaban sus lugares en el salón Danés del Hotel Adolphus de Dallas, un hombre disfrazado con una máscara grotesca caminó por el pasillo que atrevasaba el salón y tomó asiento en la parte delantera de la sala.
El público enmudeció. El aspecto del hombre era realmente grotesco. Su rostro estaba cubierto por una máscara de goma de Richard Nixon y llevaba un esmoquin estridente que le quedaba muy grande y una peluca de cabello muy rizado. Pero la extravagancia de su atuendo perdió importancia cuando empezó a hablar.
“Soy homosexual”, comenzó. “Soy psiquiatra”.
Durante los siguientes diez minutos, el doctor Henry Anónimo (así había pedido que lo llamaran) describió el mundo secreto de los psiquiatras homosexuales. De manera oficial, no existían; la homosexualidad estaba catalogada como una enfermedad mental, por lo que reconocerla suponía la revocación de la licencia médica y perder la carrera. En 42 estados de Estados Unidos, la sodomía era un delito.
Sin embargo, en la APA, el organismo profesional más influyente de este ramo, había muchos homosexuales, afirmó el médico enmascarado. Pero vivían en la clandestinidad, ocultando cualquier rastro de su vida privada a sus colegas.
“Todos nosotros tenemos algo que perder”, continuó. “Tal vez no se nos considere para una cátedra, o es posible que un supervisor nos exija que pidamos una licencia para ausentarnos”.
“Sin embargo, corremos un riesgo aún mayor al no vivir nuestra humanidad plenamente”, dijo. “Esta es la mayor pérdida, nuestra humanidad honesta”.
Luego tomó asiento en medio de una gran ovación.
El discurso de 10 minutos, pronunciado hace 50 años, fue un punto de inflexión en la historia de los derechos de las personas homosexuales. Al año siguiente, la APA anunció que revertiría su postura de casi un siglo y declaró que la homosexualidad no era un trastorno mental.
Es raro que los psiquiatras transformen la cultura que les rodea, pero eso fue lo que ocurrió en 1973.
Al eliminar el diagnóstico del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (conocido como DSM, por su sigla en inglés), la psiquiatría eliminó el sustento jurídico de una variedad de prácticas discriminatorias como negar a las personas gay el derecho al empleo, la ciudadanía, la vivienda y la custodia de sus hijos; excluirlos del clero y del ejército y de la institución del matrimonio. Podía comenzar el largo proceso contra esas prácticas.
Cuando las personas gay fueran remitidas a una consulta de psiquiatría, ya no se les enviaría a “curarse” (inyectándoles hormonas, sometiéndolos a terapias aversivas o a psicoanálisis exhaustivo) sino que se les diría que, desde el punto de vista de la ciencia, no hay nada intrínsecamente malo en ellos.
Después de pronunciar su discurso, el hombre enmascarado, John Ercel Fryer, de 34 años, voló desde Dallas hasta su casa en Filadelfia y escribió en su diario sobre lo aterradora y profunda que había sido la experiencia.
No obstante, Fyer no le dijo a nadie cercano lo que había hecho, ni su madre ni hermana se enteraron del arriesgado acto. De hecho, en 20 años solo le contó lo sucedido a muy pocas personas.
Fryer, quien murió en 2003 a los 65 años, destacaba por su tamaño (medía 1,80 metros y pesaba unos 140 kilos), por su inteligencia destellante y porque evidentemente era gay.
Le fue muy bien en todas sus clases, se inscribió en la universidad a los 15 años y en la facultad de medicina a los 19. Pero, una y otra vez, su camino se vio obstaculizado cuando los supervisores se enteraban de que era gay.
El más difícil de estos contratiempos ocurrió en 1964. Se había trasladado al entorno más libre de la Costa Este estadounidense y llevaba unos meses de residencia en la Universidad de Pensilvania cuando bajó la guardia y durante una cena le dijo a un amigo de la familia que era gay.
El joven se lo comunicó de inmediato a su padre, que a su vez se lo comunicó al jefe de departamento de Penn, según contó Fryer en una entrevista de 2002 a la revista Journal of Gay and Lesbian Psychiatry. El director del departamento llamó a Fryer a su despacho y le dijo: “O renuncias o te despido”.
Fryer tuvo que realizar tareas humillantes durante años en un hospital psiquiátrico estatal, la única institución que lo aceptó, para poder completar su residencia. Después de eso, se enfrentó a un largo e incierto camino hacia la titularidad.
En 1970, Frank Kameny, un astrónomo que había sido despedido del ejército por ser gay, dirigió un pequeño grupo de activistas por los derechos de las personas homosexuales para protestar contra la convención anual de la APA, exigiendo que se desclasificara el diagnóstico.
Fryer formaba parte de la “APA Gay”, un grupo en los márgenes de la asociación que se reunía en secreto, y vio con desagrado cómo los manifestantes irrumpían en las mesas redondas e interrumpían a los oradores. “Estaba avergonzado y deseaba que se callaran”, dijo.
Pero al año siguiente, Barbara Gittings, una de las activistas, se acercó a Fryer para pedirle ayuda. Gittings tuvo una idea: en vez de protestar, podrían cambiar las cosas enfrentándose a los psiquiatras con uno de los suyos, un psiquiatra gay. Si pudieran encontrar a alguien que aceptara hacerlo.
“Mi primera reacción fue: De ningún modo”, recuerda Fryer. “No tenía nada seguro y no quería hacer nada que pusiera en peligro la posibilidad de conseguir un puesto de profesor en algún sitio. En ese momento, no había manera de lograrlo si revelaba mi identidad”.
Sin embargo, durante los meses siguientes, Gittings siguió insistiendo. Le contó a Fryer cómo se había acercado a una decena de colegas homosexuales y cada uno de ellos decía que no, que el riesgo era demasiado grande.
Esta reticencia molestó a Fryer. Y Gittings, como dijo él, continuó “subiendo la apuesta”. ¿Y si le pagaba el viaje a Dallas? ¿Y si llevaba un disfraz, para que nadie supiera que era él?
“Ella sembró en mi mente la posibilidad de que podía hacer algo”, dijo. “Y que podía hacer algo que fuera útil sin arruinar mi carrera”.
En aquel momento, la pareja de Fryer era un estudiante de arte dramático y ambos se lanzaron al proyecto de idear un disfraz que ocultara su identidad: un esmoquin grande, una máscara de goma para distorsionar sus rasgos y una peluca que no tuviera las entradas que él tenía.
Al subir al escenario ese día, Fryer dijo: “Sentí una gran libertad, una sensación de libertad inmensa”.
También estaba orgulloso de ser el único de sus colegas que se había atrevido a hacerlo.
“Hacer eso, estar dispuesto a hacer eso, aunque ninguno de mis colegas en la APA Gay estaba dispuesto, de manera abierta o de otro modo”, dijo. “Todos estaban en la audiencia. Y estaban aplaudiendo”.
Ver a Fryer tuvo un efecto emocional poderoso en los psiquiatras reunidos en la sala, dijo Saul Levin, quien en 2013 se convirtió en el primer hombre abiertamente homosexual en ocupar el cargo de director ejecutivo y director médico de la APA.
Fryer regresó devuelta a casa con sus perros dóberman pinscher y siguió su vida normal.
Al año siguiente en 1973, la APA votó a favor de desclasificar la homosexualidad. Y Fryer otra vez perdió un empleo, ahora en el Hospital Friends.
De nuevo, un administrador lo llamó a su oficina. “Si fueras gay y no fueras extravagante, te quedarías”, recuerda Fryer que le dijo. “Si fueras extravagante y no fueras gay, te quedarías. Pero como eres gay y extravagante, no puedes quedarte”.
Fryer vio cómo sus colegas eran ascendidos y ganaban la titularidad. El grupo gay de la APA se disolvió, ya que una nueva generación más activista dio un paso adelante como una fuerza abierta dentro de la psiquiatría y conformó la Asociación de Psiquiatras Gays y Lesbianas. Pero Fryer no participó en ella.
“Volví a huir”, dijo. “No fui a las reuniones. Fue como si desapareciera”. Era como si “hubiera hecho lo mío y ya no pudiera hacer nada más”, dijo.
De vez en cuando, le contaba a alguien lo que había hecho.
Después de un tiempo, Fryer obtuvo un puesto en la Universidad de Temple, donde se especializó en el duelo y fue uno de los pioneros que contribuyó al movimiento de cuidados paliativos. Después de dar clases todo el día y luego de cenar, a menudo veía a sus pacientes hasta las 11:00 p. m., recordó Kelly. Acompañó a muchos de sus pacientes durante su muerte.
Organizaba grandes fiestas y, a veces, se aparecían sus amigos famosos, como la antropóloga Margaret Mead o la escritora Gail Sheehy.
Pero albergaba una sensación de resentimiento, dijo David Scasta, quien conoció a Fryer como médico residente en la Universidad de Temple y lo entrevistó sobre su vida en 2002.
Se sentía aislado de la comunidad gay, dijo Scasta, expresidente de la Asociación de Psiquiatras Gay y Lesbianas. Nunca tuvo una relación duradera. Y siempre sintió que su carrera no era lo que podría haber sido.
“Siempre hubo una sensación de tristeza por no ser completamente aceptado”, dijo. “John siempre sintió que estaba al margen”.
Pasarían décadas antes de que los historiadores de los derechos de las personas homosexuales entendieran completamente el significado del discurso del doctor Anónimo, que tenía “una importancia similar a los disturbios de Stonewall”, agregó Scasta. También en ese caso, el impulso del movimiento se originó por personas inesperadas.
“Aquella persona disfrazada, podía decir lo que quisiera”, dijo. Y añadió: “Llevé a cabo este acto aislado, que cambió mi vida, que ayudó a cambiar la cultura de mi profesión, y desaparecí”.