The Truman Show: control social, felicidad ficticia y redes sociales

La comedia dramática ‘The Truman Show’ le permitió a Peter Weir explorar la necesidad humana de ser engañados dentro de un supuesto sistema de confort. Este largometraje antecede a los populares ‘reality shows’ y el director australiano no tenía idea de que el asunto de la manipulación y el engaño se pondría aún peor con las futuras redes sociales cibernéticas.

A 25 años de su estreno ‘The Truman Show’ mantiene una vigencia impresionante por su crítica hacia una sociedad que parece gustarle ser vigilada. El cineasta Peter Weir, quizás sin proponérselo, hizo una película que de alguna manera roza la ciencia ficción.

Peter Weir es un estudioso de las distintas caras que tiene eso tan cambiante que es la realidad. Para el director australiano, la realidad es algo parecido a una invención, y, por ende, es manipulable para el provecho de los diversos estamentos del poder: figuras políticas, sistemas financieros, los representantes de la justicia o para un productor de un medio de comunicación social. Esta es una de sus características como cineasta. Veamos algunos ejemplos cinematográficos firmados por este cineasta.

En La Última Ola (1977), desde la mirada del hombre blanco “civilizado”, un aborigen es acusado de un asesinato, y desde antes de investigar el caso, ya hay quienes opinan que debe estar en la cárcel por el simple motivo de no ser como ellos. Cuando el abogado que lo defiende se adentra a un mundo contrario al suyo, donde lo ascético y lo místico marcan el orden de la vida de los pueblos originarios, el letrado encuentra suficientes motivos para no dar crédito a lo que es real.

En Gallipoli (1981), la Primera Guerra Mundial es proclamada por los señores que venden armas, soberanías y alianzas como un espacio épico en pro de la libertad, señores, dicho sea de paso, que ven las acciones en lugares seguros, donde su realidad contrasta con lo que se experimenta en las trincheras. Es cuando la realidad de los soldados de todos los bandos es sinónimo de muerte, destrucción, espanto y devastación.

‘The Truman Show’ obtuvo tres nominaciones al premio Oscar de Hollywood: mejor director (Peter Weir), actor secundario (Ed Harris) y guion (Andrew Niccol).

En El club de los poetas muertos (1989), los alumnos de un exclusivo plantel de Nueva Inglaterra viven inmersos en gustos y costumbres propias de su élite, pero sus cómodos cimientos se verán estremecidos cuando llegue a su salón de clases el estrafalario profesor Keating (Robin Williams) con su afecto por la poesía como expresión de belleza, su propuesta de aplicar el carpe diem como principio para regir nuestras existencias y es cuando los muchachos descubren que lo convencional no es necesariamente sinónimo de libre albedrio.

Ahora veremos cómo en The Truman Show, Peter Weir vuelve a ser un Mesías de celuloide que nos advierte sobre la locura social en la que estamos imbuidos. En este filme, una vez más, sus personajes pasarán de un ambiente aparentemente bucólico (o por lo menos en apariencia de fiar) a uno demoledor.

El dulce sentido de vigilancia

Ese juego sobre el peso del tiempo, la humanidad como reflejo de lo mejor y de lo peor de nosotros, y la escurridiza realidad tienen un lugar privilegiado en The Truman Show (1998), estrenada en junio de hace 25 años, cuando apenas surgían los reality shows, pero su mensaje sobre la manipulación y el sentido de la vigilancia adquiere una enorme actualidad en este mundo de hoy marcado a fuego por la inmediatez de la internet y el delirio adictivo que despiertan las redes sociales.

Cuando hace cinco lustros llegaba a las salas comerciales The Truman Show, lo más grave que se venía encima para la audiencia planetaria sería el programa televisivo Big Brother (Países Bajos, 1999, más sus posteriores réplicas) como alterador de los paradigmas de lo que era divertir en directo al público. Tanto el largometraje de Peter Weir como la telerrealidad creada por John de Mol, basaban sus mecanismos argumentales en la profética novela política 1984 (publicada en 1949), de George Orwell.

La distopía en el cine contemporáneo occidental remarca su crítica a una sociedad individualista y materialista desde una puesta en escena, por lo general, sombría, decadente, apocalíptica: de La naranja mecánica (1971, Stanley Kubrick) a Blade Runner (1982, Ridley Scott), de Matrix (1999, hermanas Wachowski) a 12 Monos (1995, Terry Gilliam), de Gattaca (1997, Andrew Niccol) a Minority Report (2002, Steven Spielberg).

‘The Truman Show’ le permitió luego a Jim Carrey explorar aún más su costado dramático en producciones como ‘The Majestic’, ‘Man on the Moon’ y ‘The Number 23’.

Peter Weir decidió brindar su propia contribución a la cinematografía distópica. Nos hizo creer que The Truman Show era una dulce y apacible comedia. Los responsables de un importante medio de comunicación social dieron luz verde a un programa basado en una utopía prefabricada, no para darle esperanzas a una sociedad carente de ilusiones enaltecedoras, sino para tener en vilo a una audiencia embobada con una realidad mentirosa, y de paso, venderle productos diversos (utensilios de cocina, cervezas, chocolates) que podían conseguir en los supermercados. Ah, el perverso fin publicitario incluía que compraran mercadería en torno al personaje central de esa costosa producción: Truman Burbank (Jim Carrey), un optimista agente de seguros.

Aquí la supuesta realidad tiene las características de una sitcom de presupuesto millonario de la época (hoy sería una serie de HBO o Netflix), una decisión creativa de Christof (Ed Harris), el productor y creador de este espacio televisivo. El público sabía que era una recreación televisiva, aceptaron gustosos ser engañados; también lo tenían claro los actores secundarios que hacían las veces de los habitantes de esa seudo ciudad; todos menos Truman, quien por 30 años vivió dentro de una burbuja típica de las áreas residenciales de la clase media norteña. Estaba dentro de un tubo de ensayo que le permitió a Peter Weir mirar con sorna al llamado sueño americano, representado en términos urbanísticos en esos sectores de uso exclusivo y baja densidad.

Mientras que los integrantes de Big Brother sabían que serían utilizados para fines de sintonía y comercio, Truman era un cautivo en una inmensa jaula de colores llamativos; era un recluso de un sistema industrial para el que Burbank era una mera herramienta de ganar plata; era un inocente que no podía cumplir sus sueños a base de un fraudulento bienestar, a partir de supuestamente “satisfacer” sus necesidades básicas y él creer que disfrutaba de la felicidad (ficticia).

En un momento dado, Truman descubre que es un personaje de ficción. Se sabe irreal, aunque sea un ser humano con derechos. Descubre que todos lo conocen, pero él no sabe quién es realmente porque una especie de figura divina lo ha usado como una marioneta sin oportunidad de ser un verdadero ciudadano. Eso hacemos nosotros hoy cuando en las redes sociales vendemos nuestra privacidad por un like, cuando nuestra vida real la transformamos en otra para compartir (¿vender?) una verdad que no nos define del todo, pero todo sea en nombre de que recibir muchos corazones rojos o los Me gusta en nuestras cuentas.

¿Acaso todos nosotros no somos un poco como Truman siendo moldeados, sin nuestro permiso, por las ideologías, las promesas electorales, los Estados antidemocráticos o la economía? ¿Somos conscientes que la tecnología utilizada de forma irresponsable nos lleva a la deshumanización? Hoy, 25 años después de The Truman Show, los presos somos nosotros, pero, ¡vaya ironía!, por voluntad propia somos esclavos de Instagram, Facebook, Tik Tok…; aceptamos conscientes ser diversas versiones de Truman ante los ojos del resto de los consumidores de las redes sociales, con la diferencia que Burbank no sabía nada de su condición de explotado y utilizado, nosotros sí aceptamos conscientemente recrear nuestras realidades si eso significa obtener seguidores y alcanzar la “gloria” cuando nos otorguen (o nos auto definamos) como influencers.

Desde 1998, ya Peter Weir nos estaba advirtiendo que está prohibido tomar decisiones y vivir desde un pleno candor rousseauniano; que la pureza no tiene mucha cabida en una sociedad cínica donde todo tiene precio (incluyendo la esperanza y las ilusiones); que hay una clase de espectadores crueles que disfrutan con ver que otros sufren y pierden (después que no sean ellos). ¿Por qué aceptamos todo sin casi preocuparnos? Quizás Christof tenga una posible respuesta. En el segundo acto de The Truman Show le preguntan por qué Truman no descubre la verdad en torno al espectáculo del que era protagonista sin saber. El productor indica: “Aceptamos la realidad del mundo que nos presentan. Así de simple”.

 

 

 

 

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