Una mirada al cortometraje costarricense contemporáneo
Cine
El cortometraje es un vehículo increíble para reflexionar, desde la narración breve audiovisual, sobre los grandes temas sociales que definen a los países de Centroamérica. Esto quedó confirmado en la edición 11 del Costa Rica Festival Internacional de Cine (CRFIC).
Louis y Auguste Lumière fueron uno de los inventores de un arte que nos permite disfrutar de historias fílmicas dentro de ese santuario que es una sala de cine o en la comodidad de nuestra casa.
El cinematógrafo de estos hermanos franceses permitió poner las bases de lo que después sería definido como documentales sociales y los de viajes, así como los futuros noticieros televisivos.
En el plano de la ficción argumental, fundaron los cimientos rudimentarios de posteriores géneros cinematográficos como el drama, la comedia y hasta el terror.
Esos primeros cortometrajes eran silentes, en blanco y negro, con una cámara estática y eran de breve duración. Eran postales de la vida familiar y el devenir de los ciudadanos en la calle. Ambos grupos eran filmados, en su mayoría, al aire libre y llevando a cabo sus acciones más cotidianas.
Los Lumière y sus operadores, entrenados en estas faenas, hicieron arte en movimiento a partir de un tema, un encuadre y una iluminación determinada.
Después el cine se renovó en materia tecnológica cuando aparecieron trucajes más elaborados y los primeros travellings. Luego el llamado séptimo arte creció en otro aspecto, de la mano de personajes como Georges Méliès, cuando los realizadores aprendieron a narrar una historia usando los recursos provenientes de las artes escénicas.
Todo esto viene a cuento porque hace unos días fui jurado de la edición 11 del Costa Rica Internacional Festival de Cine 2023, en la sección Cortometrajes Costarricenses.
Las 12 producciones evaluadas me recordaron cómo la narración audiovisual breve sigue, con sus propios aportes, los pasos de los Lumière y de gente como Méliès.
Como era de esperarse, en este mundo posmoderno, los cineastas han ido más allá en ese ejercicio de entender y diseccionar la realidad a través de un lente.
Amor es el monstruo (Mención honorífica)
El gran tema de los cortometrajes costarricenses en competición era algo tan universal como la relación con nuestros adultos, en especial, los encuentros y desencuentros con las madres, o bien cómo la ausencia de ellas marca y modifica nuestros destinos.
Amor es el monstruo (16 minutos) es una producción dirigida, coescrita y coproducida por Neto Villalobos (Cascos indomables y Por las plumas), cuya estructura está cimentada en los géneros cinematográficos del drama distópico, más algo de suspenso social combinado con ciencia ficción.
En Centroamérica no es frecuente usar de manera tan clara estos recursos para narrar una historia. Quizás porque no se quiere copiar las fórmulas del cine industrial de Hollywood. A lo mejor, como piensa una amiga directora, porque los responsables de ofrecer ayudas financieras internacionales ven como sospechoso que nuestro audiovisual siga las reglas del consumo de la llamada Meca del Cine y no del arte contra toda atadura. A saber.
El director nos plantea que, dentro de bien poco, en una sociedad autoritaria y restrictiva, la relación entre los pequeños y sus adultos mayores se basará, en el mejor de los casos, en estrictas reglas de convivencia.
Los chicos, mientras sus padres trabajan, están en “centros de protección”, semejantes a cárceles hogareñas, donde están “al cuidado” de empleadas domésticas tan bien armadas como el Rambo de Sylvester Stallone.
Este corto cuenta cómo, después de mucho insistir, a una abuela (una estupenda Anabelle U. Garay) le dan permiso para sacar un rato a su nieta (una bien plantada Salma V. López) al exterior.
La señora y la madre de la criatura (Natalia R. Castro) tienen una relación tensa, donde la hija ostenta un puesto de poder dentro de ese sistema despiadado y frío, y dentro de ese sistema las abuelas son casi unos desechos inútiles, ya que “las cosas no son como antes”, como le señala la madre de la niña cuando discuten con la abuela por teléfono.
El director nos plantea que la alegría, lo lúdico, la felicidad y el amor, así como cualquier otro sentimiento y emoción que nos hace humanos, están en desuso en ese mundo sin alma, donde ya nada puede ser espontáneo, y mucho menos, libre.
Luz nocturna (mención de honor)
El drama familiar Luz nocturna (14 minutos), de Kim Torres, está planteada como si fuera un cuento de hadas, sobre una aventura que ocurre en un bosque lleno de flores y bañado por un hermoso río, y juega, en el mejor sentido de la palabra, con las ilusiones de dos chicos que desean conocer más sobre esa historia ensoñadora, pero que lastimosamente no tiene un final feliz convencional.
Porque en ese jardín secreto y soñado hay una madre que no está para atender a sus tres hijos. Su ausencia ronda y pesa en esa casa humilde y rural, donde una intuitiva joven (una fantástica Melissa C. Pérez) está obligada a convertirse en la figura materna de una preadolescente (Valentina C. Pérez) más pragmática de lo que a su edad debería ser y de un niño pequeño (Arturo C. Pérez) que está bien lejos de entender la precaria situación de soledad en la que están.
Kim Torres no permite que sus personajes condenen a la adulta que se fue lejos con un extranjero y que les envía dinero desde un sitio del que no va a volver. “Déjala que sea feliz”, le dice una hermana a la otra cuando despunta uno de esos días sin nadie más que ellos. No permite la cineasta (una de las guionistas de La Casa de las Flores) que sepamos nada más sobre esa situación de abandono.
La directora tampoco siembra frustración en ese trío de corazones que siguen, ni desea que ellos se hundan en la descompensada realidad de huérfanos con madre en alguna parte, ni permite que el espectador sienta una cómoda lástima por sus destinos.
El punto de vista central de Luz nocturna es la hermana mayor que se hace grande a fuerza de las circunstancias, quien se esfuerza para brindarle alegrías a sus dos hermanos, en especial, al benjamín de la casa que, aún de vez en cuando, pregunta “¿Cuándo viene mi mamá?”.
Esta joven de 17 años tiene la convicción de una heroína que prefiere y acepta el autosacrificio (no se irá a la capital de Costa Rica con su enamorado motociclista), pues sabe que su responsabilidad es quedarse junto a los suyos.
Luz nocturna recorre un camino marcado por una sutil premisa: la belleza puede estar presente en muchas partes, incluso en medio del desamparo.
Comadre (la ganadora)
Comadre participó en la sección de Mejor Cortometraje Costarricense en la versión 11 del Costa Rica Festival Internacional de Cine. Esta producción de la directora china costarricense Nicole Chi mereció ser la ganadora, en la opinión unánime de los jurados Leonor Zúñiga (Costa Rica), Marcela Esquivel (Nicaragua) y Daniel Domínguez Z. (Panamá).
Comadre superó al resto de los cortometrajes, de acuerdo al parecer del jurado, “por explorar con dignidad y empatía el mundo de los cuidados, migraciones y las trayectorias de las mujeres migrantes; con una dirección que muestra disciplina, conexión con sus personajes que se reflejan en las actuaciones y en la puesta en escena”.
Comadre (18 minutos) -escrita, dirigida y editada por Nicole Chi- es otro acertado acercamiento a la maternidad. Esta vez la protagonista no es la madre de sangre sino la que cría, la que acompaña, la que está allí mientras la otra mamá, la que parió, sale a trabajar para buscar el sustento familiar.
Comadre retrata la relación entre una empleada doméstica extranjera (sin hijos, ni esposo) y la niña norteamericana que ha criado por 12 años, quien a su vez es la hija única (Ava Garza) de un hogar sin padre (hay ausencia de hombres en Comadre), en una casa de clase media en Estados Unidos.
Nicole Chi logra un trabajo exquisito con Comadre. Su actriz principal es una nana en la vida real, a quien la cineasta guía detrás de cámara para que su intérprete brinde un festín para los ojos del espectador.
La puesta en escena de Nicole Chi logra captar toda la complejidad de una migrante en un permanente estado de riesgo a perderlo todo, pero sin caer en lo melodramático de esa dura verdad; sin poner, en ningún momento del metraje, un énfasis cínico o de propaganda a favor de los desfavorecidos, aunque obvio que uno de sus objetivos es brindarle dignidad a los que sobreviven en medio de un sistema implacable.
La nana (Reyna) es una de esas tantas centroamericanas que salen de sus países de origen para ir en busca del escurridizo sueño americano. Cuando llegan a Estados Unidos descubren que el asunto de salir adelante no es una tarea fácil de alcanzar porque hay barreras, visibles e invisibles, que deben sortear.
Comadre es sobre las barreras de una sociedad que necesita mano de obra barata, pero a la par no le termina de gustar la idea de que sean foráneos los que brinden esa colaboración; es sobre la vulnerabilidad de los más frágiles dentro de sociedades dominadas por castas y etiquetas; es sobre las barreras de una cultura, unas tradiciones y un idioma, todos elementos de conectividad con los otros, que son extraños a la lengua materna del migrante que trae a cuestas sus sueños.
Sobre todo, Comadre es sobre el dolor de la pérdida y de la distancia, ya que la madre de Ale ha decidido que esta chica ya está grande como para tener una nana, lo que lleva a dar por terminada la presencia de la empleada doméstica en la casa, causando un duelo de muerte en vida.