'Si vuelvo, me matan': La historia de Farah, la mujer que escapó de un matrimonio forzado en África y terminó deportada en Panamá

Es importante aclarar que la identidad de esta migrante ha sido resguardada por su seguridad y la imagen en la portada de este reportaje fue creada con inteligencia artificial. Algunos datos fueron cambiados.

Esta imagen fue creada con inteligencia artificial. La identidad de Farah ha sido protegida por seguridad
Esta imagen fue creada con inteligencia artificial. La identidad de Farah ha sido protegida por seguridad / ChatGPT

Sentada en el bordecito de un pequeño muro en el refugio "Fe y Alegría", ubicado al este de la ciudad de Panamá, Farah, una joven musulmana de 19 años, encuentra un momento de paz inmersa en su celular escuchando música y viendo videos en TikTok. Su sonrisa, aunque tenue, contrasta con el calvario que ha marcado los últimos ocho meses de su vida. Ella es una de las 299 migrantes que en la madrugada del 12 de febrero de 2025 fueron deportados a Panamá en un avión militar estadounidense, sin saber a dónde los llevaban.

Tras hablar un rato, accedió a contarme su historia, un relato abrumador, lleno de angustia, dolor, sufrimiento, pero también de fe y esperanza, a pesar de encontrarse en un callejón sin salida y con el tiempo jugándole en contra.

De acuerdo con cifras proporcionadas por el propio presidente Mulino, un total de 299 migrantes llegaron deportados desde Estados Unidos en tres vuelos que arribaron al país entre los días 12 y 15 de febrero, de los cuales 157 eran mujeres y 142 hombres. Además, se identificaron 12 grupos familiares y 24 niños y niñas.

Huérfana y sin hermanos, Farah (nombre ficticio) fue criada por un tío, un hombre que la veía más como una propiedad que como una sobrina. Mientras sus primos iban a la escuela, ella limpiaba, cocinaba y se encargaba de las labores domésticas de la casa. La esposa de su tío era la cabeza de familia y fue ella quien ordenó que no recibiera educación.

A los 14 años su vida cambió cuando su tío le regaló un teléfono. "Siempre supe que, si quería cambiar mi vida, debía aprender inglés porque es el idioma que se habla en las grandes ciudades".

Sin acceso a profesores ni escuelas, comenzó a estudiar por su cuenta. "Mi única herramienta era YouTube: traducía mi dialecto al inglés y repetía lo que escuchaba”. En dos años, logró dominar el idioma y se podía comunicar con otras personas a través de Facebook y TikTok.

Cuando cumplió 17 años, su tío le informó que le había conseguido esposo, un hombre europeo de 70 años que había pagado por ella. Sin embargo, el hombre no buscaba precisamente una esposa. "Él no quería tener sexo o procrear hijos. En realidad buscaba a alguien que lo cuidara, como si yo fuera una niñera, y a cambio, él me daría una vida".

Farah cuenta que no quería casarse, pero no tenía muchas opciones, si se negaba, su tío la mataría. Fue entonces cuando decidió acudir a la policía aun sabiendo que en ese lugar tampoco la ayudarían: "en mi país la Policía no tiene poder. Allá todos los hombres están armados y los policías no hacen nada".

De todos modos, se aventuró a hablar con un oficial y le contó lo que le estaba sucediendo. Él le dijo que no tenía dinero, pero que la ayudaría a conseguir un pasaporte. Después de tres meses de espera, el oficial cumplió con el trato y le entregó el documento.

Mientras el hombre europeo regresaba a su país para preparar la boda, Farah escapó a la ciudad y se refugió en casa de unos amigos. Permaneció escondida durante tres meses hasta que su tío dio con ella y la atrapó. "Me dio una paliza tan fuerte que incluso me rompió un diente", me cuenta, mostrándome el orificio en su dentadura.

Después de una semana de tenerla encerrada, su tío la amenazó: “Te casarás con este hombre o te venderé a otro”. Temiendo por su vida, se resignó y aceptó.

El día que su "marido" volvió de Europa, su tío le ordenó que se fuera a bañar antes de entregarla y la dejó sola. En ese momento, Farah creyó que aquello era una señal de Dios y no lo pensó dos veces para huir por la puerta de atrás con su pasaporte en mano y 100 dólares en el bolsillo. "No me llevé nada más; Sabía que si intentaba recoger mi ropa, mi tío me vería y mi vida se acabaría".

Corrió sin detenerse hasta que llegó al pueblo más cercano. Sin saberlo, había cruzado la frontera hacía Kenia. Allí, contactó a otros familiares y les pidió que vendieran un terreno en Somalia que había pertenecido a su madre. "Les prometí que si lograba llegar a un lugar seguro, pagaría la educación de sus hijos y cambiaría sus vidas. Ellos aceptaron, vendieron la tierra y me enviaron parte del dinero".

Desde Kenia, viajó a Sudáfrica, donde trabajó como empleada doméstica durante tres meses hasta que pudo reunir el dinero para pagar el boleto de avión y sobornar a un agente de inmigración para obtener una visa que le permitiera viajar a Brasil.

El 13 de octubre de 2024, aterrizó en el país sudamericano con solo 150 dólares. Allí encontró refugio temporal en casa de una mujer cristiana que conoció en el avión y la invitó a quedarse con ella.

Inquieta por un futuro cada vez más incierto, Farah volvió a contactar con su tía, la misma que había vendido el terreno de su madre, y le pidió más dinero con la promesa de pagarle el doble de lo prestado una vez llegara a Estados Unidos. La mujer se endeudó y le envió 3,000 dólares, lo suficiente para continuar su camino por tierra.

El viaje fue un calvario. Recorrió Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia en autobús. En el país cafetalero, se unió a un grupo de venezolanos con quienes cruzó la selva del Darién, uno de los trayectos más peligrosos para los migrantes.

"Tardamos seis días en cruzar la selva. Perdí seis uñas de los pies porque había muchas piedras, lodo y ríos ", confiesa, enseñándome las cicatrices que le dejó la brutal travesía.

El Año Nuevo los encontró en medio de la inhóspita selva, un recordatorio de la dura realidad que enfrentaban. Al salir del Darién, las autoridades panameñas registraron sus nombres y les permitieron continuar. En el campamento de San Vicente abordaron un bus y salieron de Panamá.

El grupo recorrió toda Centroamérica hasta que llegaron a Tapachula, México. "Ya no podíamos seguir en autobús porque el trayecto se había vuelto demasiado peligroso. Los propios guías nos advirtieron que, si la policía nos descubría, podrían arrestarnos y deportarnos a Tabasco".

La única opción viable era embarcarse en un peligroso viaje marítimo hacia la Ciudad de México. Fueron 13 horas en altamar, con la mafia persiguiéndolos, recuerda. "Ellos tenían armas y veíamos como se nos acercaban, pero el capitán del barco tenía mucha experiencia y logró evadirlos".

Sola y con el grupo de venezolanos como su única fuente de apoyo, siguió adelante hasta llegar a Tijuana, en la frontera con San Diego. Cuando cayó la noche retomaron el camino, esta vez, guiados por un "coyote".

Después de unas horas, el "amigo", como le llama Farah, se detuvo y les dijo: "Aquí es Estados Unidos, pueden entrar". Sin embargo, algo no le cuadraba: "No había policías, ni patrullas, ni muro, no había nada... Entonces, el amigo nos dejó allí y regresó a México".

La prematura felicidad por llegar a la "tierra prometida" resultó ser una cruel decepción, pues el grupo se enteró pronto que aún seguían en Tijuana y que el coyote los había engañado.

En medio de la confusión y el temor, los mexicanos de aquel lugar les advirtieron sobre los riesgos de cruzar la frontera. Las cosas habían cambiado desde que Trump asumió el poder y las posibilidades de ser encerrados en cárceles era muy alta.

Las advertencias sembraron dudas en el grupo. Mientras los venezolanos decidieron cruzar el muro sin importar las consecuencias, ella reflexionó sobre su propia realidad: "sabía que la vida en Estados Unidos no sería fácil y que no podría esconderme por mucho tiempo. No tenía familia a quien acudir, no conocía a nadie que me ayudara cuando llegara allá y no quería arriesgarme a ser arrestada en la calle y terminar en prisión".

Consciente de su precaria situación, pensó que lo mejor era entregarse voluntariamente a las autoridades estadounidenses con la esperanza de obtener un permiso temporal que le permitiera permanecer legalmente en Estados Unidos, mientras solicitaba asilo.

Ya sin los venezolanos y con la única compañía de una mujer embarazada procedente de Benín, siguió caminando hasta que finalmente encontraron una patrulla fronteriza, que las trasladó a un campamento de detención migratorio. "Recuerdo que llegué a Estados Unidos el 25 de enero", rememora.

Farah tardó casi siete meses en llegar a Estados Unidos desde que escapó de su país en julio de 2024. En su camino recorrió 16 países de África, Sudamérica y Centroamérica, en una travesía de más de 15 mil kilómetros entre aire, mar y tierra.

En el centro de detención de San Diego, Farah pasó poco menos de 20 días junto a otros cientos de migrantes, en su mayoría mujeres, que aguardaban por un permiso temporal. No obstante, el 12 de febrero de 2025 alrededor de las 4:00 de la mañana, su destino y el de 298 migrantes cambiaría completamente.

En medio de la oscuridad, una fuerte voz de mando perturbó su descanso: "nos despertaron y nos informaron que debíamos irnos. Nos subieron a un autobús sin darnos explicaciones y nos trasladaron a un aeropuerto".

Al llegar, la escena era desconcertante: un avión militar los esperaba en la pista. "Suban", ordenó un soldado. Algunos pensaron que serían trasladados a Texas o a otro campamento de migrantes dentro de Estados Unidos. Jamás imaginaron que serían deportados a otro país.

Durante el vuelo, la tensión era asfixiante. Nadie explicaba nada. Los hombres estaban esposados de pies y manos; las mujeres, aunque libres, estaban atrapadas en la incertidumbre de no saber a dónde los llevaban.

Como musulmana devota, Farah necesitaba realizar sus oraciones a determinadas horas, por lo que antes del amanecer, le preguntó la hora a un militar y rezó en silencio. Tiempo después, volvió a preguntar y la respuesta del hombre la dejó sin palabras: la zona horaria había cambiado.

"Estamos fuera de Estados Unidos", le dijo en voz baja a una migrante de Etiopía. Su temor lo confirmó cuando escucharon al piloto decir: "Bienvenidos a Panamá". Al instante, un escalofrío recorrió su espalda y una histeria colectiva se apoderó del avión, cuenta Farah. Una mujer iraní de ojos azules lloraba a los gritos negándose a creerlo, pero la realidad era innegable, habían sido deportados.

En Panamá fueron llevados al hotel Decápolis en el centro de la ciudad, una noticia que la prensa conocería días después, no por el Gobierno Nacional, sino gracias a un reportaje del reconocido medio The New York Times, que publicó fotos de los migrantes asomados a los grandes ventanales del edificio con mensajes de “Help us” y haciendo señales cómo si estuvieran “presos”.

Los migrantes que pudieron comunicarse con la prensa internacional denunciaron que los tenían encerrados en el hotel Decápolis
Los migrantes que pudieron comunicarse con la prensa internacional denunciaron que los tenían encerrados en el hotel Decápolis / AFP

Ante el escándalo que generaron las imágenes, el presidente José Raúl Mulino salió al paso a explicar que el gobierno se había comprometido a aceptar tres vuelos con 299 migrantes en total y que esto formaba parte del acuerdo de cooperación entre ambas naciones para abordar la migración irregular. No obstante, la situación causó suspicacia ya que se dio apenas unos días después de que el secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, visitara Panamá y se reuniera con Mulino.

La mayoría aceptó ser repatriados, sin embargo, un grupo de más de 100 migrantes se negaron a regresar a sus países de origen, alegando que sus vidas estaban en peligro. Ir a Estados Unidos no era un simple capricho para ellos, sino escapar de la guerra, de la persecución religiosa, étnica o de orientación sexual, de la miseria, o en el caso de Farah, de la pobreza y de un matrimonio forzado.

Aunque el gobierno ha desmentido que los migrantes estuvieran "detenidos o encerrados" y que en todo momento se les respetaron sus derechos, varios de ellos dijeron que se les prohibió comunicarse con sus abogados mientras estuvieron en el hotel, según señala el New York Times.

En el hotel Decápolis se quedaron unos días para luego ser trasladados al campamento de San Vicente, el mismo en el que Farah estuvo en Año Nuevo cuando venía cruzando de Sur a Norte. Sin poder obligarlos a irse, el Gobierno los dejó allí poco más de dos semanas, hasta que por presión de organismos de derechos humanos, los trasladó nuevamente a ciudad de Panamá y los dejaron “libres” en la Terminal de Transporte de Albrook con un permiso humanitario de 30 días (prorrogables hasta 90 días) para que encontraran un país que los acogiera.

Los migrantes denunciaron que fueron abandonados a su suerte en Albrook sin que se les diera comida o lugar donde quedarse. En un intento por ayudarlos, un organismo se encargó de alojarlos temporalmente en un hotel, pero debido a las limitaciones económicas, volvieron a quedar varados. Es allí que la Iglesia católica, a través de la fundación Fe y Alegría decidió acogerlos en su refugio ubicado en Las Mañanitas, donde se mantienen desde entonces.

Frank Ábrego, ministro de Seguridad dijo que los migrantes que se negaron a ser repatriados habían rechazado la ayuda de organizaciones internacionales como ACNUR y la OIM, optando ellos mismos por hacer sus propios trámites. Sin embargo, varios de ellos aseguraron que no les dieron más alternativas que las de ser deportados a sus países de origen. Entonces, sin una salida clara y con el primer periodo de 30 días ya vencidos, Farah y el resto de migrantes que aún están en Panamá, se encuentran en un limbo existencial.

Luego de pasar varios días en el campamento de San Vicente y sin poder retenerlos más, el Gobierno los dejó en libertad con un permiso humanitario para que buscaran un país que les acogiera en el término máximo de 90 días
Luego de pasar varios días en el campamento de San Vicente y sin poder retenerlos más, el Gobierno los dejó en libertad con un permiso humanitario para que buscaran un país que les acogiera en el término máximo de 90 días / AFP

En las últimas semanas, se conoció que un grupo de migrantes de China, Afganistán, Rusia e Irán han estado recorriendo varias embajadas y consulados en Panamá en un intento desesperado por lograr asilo en cualquier país que los acepte. Entre ellos se encuentra Hedayatullah Zazai, un militar afgano de 29 años que huyó de su país cuando los talibanes llegaron al poder. También, Artemis Ghasemzadeh, una iraní convertida al cristianismo clandestinamente que no puede regresar a Irán, pues el castigo por cambiarse de religión es la muerte. Según el diario Los Ángeles Times, el grupo visitó las embajadas de Canadá, Reino Unido, Países Bajos y los consulados de Suiza y Australia, y en todos fueros rechazados.

Una fuente ligada a Fe y Alegría confirmó a este medio que en las últimas semanas al menos diez migrantes abandonaron el lugar por sus propios medios con la intención de regresar a Estados Unidos. Asegura que algunos lograron llegar hasta la frontera de Guatemala con México y allí se encuentran detenidos. No obstante, esta información no ha podido ser corroborada.

En medio de esta carrera a contrarreloj, y a pesar del viacrucis en el que se ha convertido su vida desde que escapó de su país, Farah se aferra a su fe y a la promesa que Dios le ha hecho en sus sueños. "Sé que Dios es bueno, y aceptaré el plan que tenga para mí. Nada será peor que estar en mi país. Ha sido difícil todo lo que pasé, la selva, el trayecto en el mar, la deportación, todo, pero estoy segura que fue la mejor decisión que pude tomar y si el gobierno de Panamá me da asilo, estaré agradecida”.

*La Dra. Gabrielle Britton colaboró en la traducción de la entrevista*

*Este reportaje contiene datos e información publicados en los medios The New York Times y Los Ángeles Times*

*La periodista Saydie González ayudó en el desarrollo de la entrevista*

*La identidad de la migrante y ciertos datos han sido resguardados por seguridad*

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